Por mi trabajo de concierto en concierto conozco a mucha gente. En muchas ocasiones son fans del artista; en otras, público que se acerca sólo con la curiosidad de saber qué se mueve alrededor de los protagonistas del escenario. He de reconocerles que esta situación es llevadera porque en la mayoría de los casos descubres a personas que admiran la obra de quien ha sabido componer un buen puñado de canciones y quieren verle de cerca.

Es curioso observar las relaciones que se fraguan en apenas minutos: cómo el autor se siente recompensado al escuchar detalles de sus composiciones que rara vez habría analizado y que le transmite su seguidor como si de un estudio de investigación se tratara.

Ni que decir tiene que también existe el prototipo del groupie al uso, en busca del selfie que luego subir a Facebook para deleite de sus colegas.

Me gusta el fan, bien entendido y tomado en su justa medida. Sí, por supuesto. Hace unos días asistí a un momento que ratifica todo esto que les estoy contando, pero con una carga de sensibilidad que acrecienta mi convicción de que los artistas son fundamentales para difundir buenos valores en esta sociedad tan necesitada de ellos. Y es que hasta aquel escenario habían llegado un grupo de familias --padres y familiares de personas sordas-- deseoso de conocer a quien luego iba a cantarles.

Les confieso que me fue difícil contener la emoción viendo las caras de niños y más mayores, solo por el simple hecho de besar y abrazar al cantante a quien suelen ver en fotos y carteles. Solo por eso, y sin que el concierto hubiera empezado, ya mereció la pena pisar aquel auditorio.

La cultura no solo emplea y da de comer a muchos profesionales. También hace feliz a mucha gente que paga una entrada por hacer realidad el sueño de ser fan.

* Periodista