Los problemas que afronta Baltasar Garzón en tres frentes judiciales pueden suponer mucho más que el abrupto final de la carrera del magistrado. Lo que se ha puesto sobre el tapete en los últimos días con los tres casos que afectan al juez de la Audiencia Nacional es, en primer lugar, si la justicia de este país está aún en manos de una casta conservadora que reacciona de forma corporativa ante quienes se atreven a tocar puntos sensibles del entramado más tradicional. En segundo término, si esta sociedad está preparada para abordar su pasado reciente más allá del pacto no escrito de la transición que supuso una especie de borrón y cuenta nueva sobre el oscuro periodo franquista. Y, finalmente, si la democracia española puede permitirse ante el mundo que uno de sus jueces haya instruido causas contra tiranos de América y Asia y tropiece ahora en su país por una querella interpuesta, entre otros, por el partido que dio la cobertura ideológica al régimen de Franco.

Sería injusto y nada conveniente generalizar sobre las inclinaciones ideológicas de los jueces del Supremo. Pero también lo sería ignorar que este tribunal ha admitido a trámite querellas contra Garzón que no vienen respaldadas por la fiscalía y que ha abierto la vía penal para unas discutibles actuaciones que bien podrían haberse saldado de manera menos traumática. Cunde entre la opinión pública la sensación de que el juez estrella por antonomasia está pagando ahora algunas de sus osadías y ciertas cuentas pendientes con compañeros de la judicatura. Porque la combinación de argumentos en las tres causas abiertas en pocos días contra el magistrado --escuchas del caso Gürtel, investigación de los crímenes de Franco y patrocinio del Banco Santander-- invitan a pensar en una calculada operación de acoso y derribo.

Más allá del desprestigio del Supremo ante importantes sectores de la sociedad, que una de las imputaciones contra Garzón tenga relación con el sumario abierto por el juez por los crímenes del franquismo plantea otro problema de fondo: la incapacidad de este país de debatir abiertamente y en paz sobre un pasado tenebroso. Un debate que, desde el rigor histórico, permita resarcir a las víctimas. Tras la muerte del dictador y con todo su aparato de poder prácticamente intacto se llegó al pacto de la transición, que tan buenos réditos ha dado para la convivencia estas tres décadas.

Ese acuerdo, basado en no mirar hacia atrás, tenía un punto débil: el Estado tenía una deuda con el bando perdedor de la guerra civil, con las familias de quienes fueron asesinados y todavía no han recibido ni un reconocimiento público ni una sepultura digna. Así se planteó la ley de la memoria histórica, aprobada en octubre del 2007, que fue muy mal recibida por los sectores de derechas que todavía tienen reparos en condenar el régimen anterior. En ese marco se produjo la instrucción de Garzón, que ahora puede llevarle a la inhabilitación como juez. Por eso no es extraño que el caso Garzón sea contemplado por muchos como la obstrucción del desarrollo de esa ley. La figura de Garzóna es poliédrica, como corresponde a un magistrado que, desde la Audiencia Nacional, ha manejado los casos más importantes de corrupción, terrorismo, narcotráfico y delitos económicos en la reciente historia de España. Seguramente, algunas de sus actuaciones han sido improcedentes. Pero al tratar de quitarlo de en medio se han abierto las dudas sobre el sistema judicial y sobre cómo se han cerrado las heridas de la guerra.