Autor teatral

Tengo un fantasma romano en mi casa que en toda la noche me ha dejado pegar ojo. Apunto lo de romano porque ésa es su verdadera diferencia, que si fuera sólo por fantasma, los tengo de todas las nacionalidades y autonomías y, lo que es peor, vivitos y coleando. Ya me avisó Pilar Caldera, conservadora de la romanidad, que donde entonces se construía mi casa, con toda seguridad, había sido una metrópolis romana a la entrada de Emérita Augusta. Tanta razón tuvo que hoy comparto piso, pero no hipoteca, con un legionario, una hetaira, una patricia o un esclavo rubio, o con todos a la vez. Sea como fuere, la pasada noche se ha pasado un montón, tal ha sido el jolgorio que se ha traído: grifos abiertos, gel y champús que se vertían solos y hasta el secador de pelo asido en el aire sin más mano que lo sujetase que su propia levitación. Sólo cuando me cagué en Baco y en la madre que parió a Baco, parece ser que su incontinencia higiénica se paró y servidor pudo pegar un ojo, aunque la amanecida ya se hubiera adentrado por las rendijas de mi aposento. Con lo cual, una duda y una certeza se incrustaron en mis castigadas meninges. La certeza estaba clara, que definitivamente mi fantasma era legionario y borrachín, ya que sólo se acojonó cuando me oyó perjurar por el dios de las tajadas y su mamá.

Pero la duda seguía agrandándose: ¿A dónde iría tan necesitado de afeite y mejunje? Ya por la tarde, al volver, la plancha estaba todavía caliente y en el apartado de algodón. El betún de cuero, desparramado por el cuero y por todo lo que no lo era. Deduje que sólo había una forma de averiguar qué se traía entre manos mi fantasma y le espeté: ¿A dónde vas, Lucius? Maravillas de maravillas, cuando una toga impoluta y praetexta y unas sandalias untadas y limpias como el oro empezaron a dar vueltas por mi salón, como si de un embrujo de Donatella Versace se tratase.

Despendolado, cruzó tabiques y puertas, pladur y ventanas, y se precipitó al hermoso valle del Albarregas para no volver a casa jamás. Despavorido y aterrado yo de perder a mi fantasma, me encenagué de amor y valor y vagué por cada piedra de esta Emérita, y mira que tiene. Sólo la pasión por mi fantasma, el miedo a perder su compañía y el fuerte olor a gel de Massimo Dutti que su rastro dejaba, me llevaron a las puertas del teatro romano. La toga y las sandalias subían y bajaban por las gradas, como en un ataque de frenesí. Se perdía por los vomitorios, como si la oscuridad de sus entrañas fuese la misma que a él lo tragó hace más de mil años. Se acercó a la diosa Ceres susurrándole plegarias de otros tiempos y otra fe. Buscó como poseso la cabeza de Augusto para ponerla en su altar y así poder cumplimentarlo como dios y emperador. Lo que antes fue nostalgia, se convirtió de pronto en una alegría desaforada, cuando en medio del peristilo, mi pobre Lucius vio a los extras de la obra vestidos de soldados y esclavos, a patricias ricamente enjoyadas y de peinados realzadas. Mi fantasma volvía de pronto al sitio de donde salió.

Yo.--Lucius, vamos a casa.

Lucius.--Y una mierda. Esto es...

Yo.--Sólo apariencia...

Lucius.--¡Ja! ¿Vendrá el emperador?

Yo.--Puede...

Lucius.--Debo ponerme al servicio de Augusto.

Yo.--Ya no es él.

Lucius.--¿Y ahora quién es?

Yo.--Se llama Rodríguez Ibarra.

Lucius.--Pues al suyo me pondré.

Me lo llevé a regañadientes. Abatido, mi fantasma deambula con la soledad de los muertos. Cuando duermo o lo disimulo, me llegan del vídeo los jaleos de Máximo luchando como gladiador. Le he sacado el bono para esta edición del romano. Y ve todas las películas que de romanos quiere. No puedo soportar ver llorar a mi fantasma.