«Madrid y Málaga se quedan en la fase 0». «Barcelona solicita la fase 0,5». «El resto de España sube a la fase 2». Nos hemos habituado a estas informaciones que recuerdan a los partes meteorológicos como si fueran los pueblos, las provincias, las comunidades o los países quienes estén sujetos a las fases de desescalada. Pero quienes hemos de volver a la rutina (o instalarnos en la «nueva normalidad», como se dice ahora) no son los territorios, sino las personas. Somos nosotros quienes hemos vivido confinados como ratas mientras el coronavirus campaba a sus anchas, destruyendo puestos de trabajo y acabando con la vida de miles de personas, por no hablar de las secuelas psicológicas que sufren muchos ciudadanos que aún no se atreven a salir a la calle.

El SARS-CoV-2 no es en absoluto un virus territorial (no ha contaminado ríos, mares, montañas o valles), sino antipersonas. Es obvio que el coronavirus ha venido a machacar al ser humano, y durante el tiempo en que quedarnos en casa era una obligación cívica, social y sanitaria, hemos visto acercarse el reino animal a nuestros confines, señoreándose, recuperando lo que quizá les corresponde. Ahí están los numerosos vídeos que circulan en YouTube para atestiguarlo: los canales de Venecia, ahora transparentes; patos en la Fontana di Trevi; jabalíes paseando tranquilamente por Barcelona y Madrid; pavos reales haciendo suyas las grandes ciudades; ciervos asaltando urbes de Japón... Y qué decir de ese aire limpio que ha oxigenado -y nunca mejor dicho- incluso las metrópolis más atestadas.

La Naturaleza ha gozado de un tiempo muerto en el que holgar con especial alegría. Nos ha mirado a los ojos y nos ha recordado lo dañinos que somos.

Cuesta asimilar la capacidad que tiene el hombre de contaminar el planeta con su presencia, y la conclusión de que «nueva normalidad» y sostenibilidad van a ser difícilmente compatibles.

*Escritor.