Profesor

Uy, pallá pa las minas! , se decía en mi tierna juventud cuando algo estaba muy lejos. Luego, las minas (de Aldea Moret, claro) se acercaron, o mejor dicho, se acercó la ciudad a ellas, y la referencia pasó un poco más pallá, pal campo de aviación . Por el otro lado de la ciudad, primero fue el cementerio y luego Pinilla los que marcaron el límite de la lejanía. La carretera de Salamanca se acababa en el Vivero, la de Portugal en el Viso y la de las Torres, en la charca Musia. Súbanse a la Montaña y verán el cambio. Sólo la charca Musia sigue siendo un paredón donde se frena la expansión de Cáceres. ¿El tradicional enfrentamiento entre los cacereños y la industria? ¿El miedo a las comunidades marginales?

El caso es que lo que estaba lejos no merecía el paseo. Poco dados al desplazamiento, los cacereños traíamos al centro todo lo que suponía distracción, negocio, festejo y bullicio. Si se podía ver desde el balcón, mejor todavía. Así, la feria de ganado se hacía en la parte alta del Rodeo y las atracciones se colocaban en la parte baja. En mayo de los primeros 70, este entonces novato profesor subía al Norba haciendo slalom con su moto por entre las tarjetas de visita de las vacas. O socorría a una alumna que, concentrada en su examen, en un aula de la planta baja, no había visto cómo una de ellas asomaba hasta la testuz y le lanzaba un mugido directamente al oído interno. Por cierto, la chavala se recuperó, pero el grito de terror de sus 40 compañeras hizo irrecuperable a la vaca, hallada dos días después en unos prados vecinos a Torrequemada, en estado de shock y con la leche cortada. Cosas de la cercanía...

Eso sí, la ciudad vivía la feria desde dentro. El Gran Teatro traía compañías nacionales con comedias de éxito en Madrid, o revistas de lujo; los cines aprovechaban para acercar los últimos estrenos; los pintores montaban sus mejores exposiciones; las cafeterías llenaban sus mostradores de mariscos especialmente pescados para la ocasión (digo yo, porque eran muchos y parecían fresquísimos); los casinos programaban cenas y bailes de etiqueta, el ayuntamiento organizaba verbenas, Gorgorito llenaba la plaza Mayor... y Luis Alviz cortaba las primeras dos orejas de la temporada. Cáceres estaba en feria.

Con el progreso llegó el dinero y otro modo de ver las cosas. Vinieron más cacharritos y hubo que llevarlos primero a Los Fratres y ahora pallá, pal campo de aviación . Y nos montaron auténticos parques de atracciones. Pero era mucho desplazamiento, ahora aquí, ahora allá, ahora acullá, según los gustos y las apetencias. Por eso, en un alarde de imaginación, importamos las casetas andaluzas, ese cutre invento de los señoritos del sur para exhibir su poderío ante la chusma, entre otras cosas, sentándose: por la mañana, en los caballos, y por la noche en sus sillas de tijera. La chusma, de paseo. Lo raro es que cuajase, pero cuajó. Clubes privados, asociaciones de vecinos, partidos políticos, peñas deportivas... todos se hicieron su caseta, con guarda en la puerta. De modo que ni pagando. Sólo media docena de ellas ofrecían servicios públicos. Al principio, el aire se llenó de sevillanas. Ahora, como los socialistas son oposición y, aunque no lo fueran, ya no son Felipe González, la cosa musical va siendo más variada. Y la otra, la social, más relajada. Los clubes privados siguen siendo privados, pero la gente no se pone las robes longues para destrozárselas en esos antros, así que cada año se ve más Lacoste y menos Elpidio y Leo. Y en las casetas públicas se va imponiendo la moda alemana: mesas para veinte o treinta, mucha comida, orquesta y amplio espacio para bailar. Siguen siendo pocas, sobre todo para los jóvenes, pero algo es algo.

Como consecuencia, la ciudad ya no está en feria. Ahora está muerta. Da miedo andar de noche por ella: sólo hay zombis de vuelta a casa. Se concentraron las juergas y se llevaron al campo. Vamos, se hizo un campo de concentración. Como quieren hacer con la movida. Pallá, pal campo de aviación.