TCtrecí cuando las ferias de San Juan de Badajoz eran algo más que "rebujito" y sevillanas. Conocí a "don Nicanor tocando el tambor", cosa que nunca he confesado a mis hijos, y asistí a partidos del Trofeo Ibérico en los que el CD Badajoz se batía con el Peñarol o el Rapid de Viena. Y me agradan las ferias porque producen alegría. Creo que en estos tiempos grises que nos ha tocado vivir, una caricia de algodón de azúcar y la sonrisa de un niño subido en un caballito de madera, deberían ser objetivos prioritarios. Por eso me gustan las ferias, de día y de noche, las de Badajoz o las del más pequeño pueblo extremeño. Por eso me gustan y porque tienen ese aire de provisionalidad, de tiempo medido y prestado que nos identifica.

Soy tombolero, de los que compran boletos por el vértigo de tentar a la suerte, y no me avergüenza pasear con una muñeca "chochona" o un perrito piloto por el Real. La suerte también es provisionalidad y es efímera, y salpica la vida de emociones primarias, presentando regalos banales y prometiendo colores que se deshacen al alba. Así es la vida, así son las cosas que nos hacen soñar y luchar. Así es la materia, banal y volátil, que nos envuelve. Así terminarán nuestros sueños un alba que aún no está marcado. Así será el fin de la severidad, del rigor y la gravedad de rostros y cargos. ¡Cómo me acuerdo de aquel juez, su severa señoría, al que una madrugada de feria vi caminar hacia su casa con un muñeco Macario de casi un metro que le acababa de tocar en la tómbola! Me gustan las ferias y las gentes que me empujan, me arrastran de un carrusel a otro, me achuchan, y me regalan su aliento. Gentes, sin más, unidas por la alegría.

*Dramaturgo