He visto en Youtube un video en el que una fervorosa independentista que reside en Bruselas acude a las puertas de la Fiscalía, envuelta en la estelada, para apoyar a su ídolo, el sufrido Puigdemont, ese árbol caído que sigue emponzoñando todo lo que toca. El reportero, aun haciendo de poli bueno, intenta acorralar a la mujer en el ring de sus incoherencias, pero ella se defiende con la coraza de la sinrazón. Hay un momento estelar que merece una reflexión, justo cuando ella, pinchada por el periodista, dice no tener la menor duda de que su país (esto es, la Cataluña independiente) está económicamente preparado para salir adelante por sí solo (o sea, sin la ayuda de ese infame opresor que es España). Y eso lo dice cuando ya se han marchado (hablo, pues, en pasado) de Cataluña más de 2.000 empresas desde la celebración del referéndum ilegal, se han cancelado numerosos viajes y los productos catalanes sufren un boicot.

La mujer apoya su boutade diciendo que ha leído mucho sobre el tema. Algo así como si un fervoroso nazi, una vez muerto Hitler y Berlín tomado por las tropas rusas, dijera que estaba muy seguro de que el führer era indestructible porque él había leído el Mein Kamp en el mullido sofá de su casa.

Escuchar a esta pobre mujer en otra época me hubiera producido vergüenza ajena, solo eso. Ahora me produce inquietud, porque la mitad de la población catalana comparte sus problemas a la hora de discernir entre la realidad y la ficción.

Y en última instancia, constato una vez más que leer no es en sí mismo ningún valor. La lectura debe ir siempre acompañada del espíritu crítico y de fuertes convicciones morales respaldadas por eso que llamamos realidad. Sin el concurso de esta, todo lo que leamos es papel mojado.

Va a costar mucho salir de una crisis en la que las personas de carne y hueso asumen el papel de atribulados personajes de una ficción infumable.