Al ilustre escritor Julio Cortázar le preguntaron qué opinaba de Mafalda, el personaje del no menos ilustre dibujante Quino. El autor de Rayuela respondió que lo importante no es lo que él pensara de Mafalda, sino lo que Mafalda pensara de él. (Eso sí que es saber de qué va la ficción).

Quienes no lo saben son esas 800.000 personas que firmaron una petición en Change.org para que los creadores de Juego de Tronos cambiaran la última temporada con la excusa de que no era de su agrado. Cuando los seguidores de la serie de HBO iniciaron esta enmienda total a la creación, aún quedaban varios capítulos por emitir. Qué más daba: ya habían dictado sentencia y querían una temporada que se ajustara a sus deseos (los deseos -variopintos, por cierto- de 800.000 personas).

Podría pensarse que a estos fieles seguidores -fieles, pues llevan ocho años al pie del cañón- les movía no la ocurrencia de meter presión a los creadores, sino las ganas de diversión. Podría pensarse… si no fuera porque vivimos tiempos en los que los productos culturales están siempre en la cuerda floja. No hay más que ver los intentos -sorprendentemente, a veces con éxito- de cambiar famosos cuentos populares que no se ajustan a los cánones de la nueva ola feminista, siempre con la cimitarra a cuestas. Y qué decir de aquella concursante de Operación Triunfo que llegó a pedir que cambiaran la letra de una canción de Mecano porque la palabra mariconez le parecía homófoba...

Desde que existe el mundo, los artistas han tenido enfrente a un enemigo que nunca baja los brazos: la estupidez. Una estupidez envuelta en arrogancia salvífica y en censura. Aun hoy, miles de personas que viven en eso que llamamos erróneamente sociedades avanzadas se atreven a hacer presión para dirigir según sus conveniencias la creatividad ajena.

Son malos tiempos para la lírica... y también para el sentido común.