WLw a renuncia de Fidel Castro a seguir en el poder, después de casi medio siglo ininterrumpido al frente de Cuba, abre algunas incógnitas, pero no tantas como para esperar que la isla caribeña inicie un proceso de transición hacia alguna forma de democracia pluripartidista a las primeras de cambio.

El precipitado entusiasmo mostrado ayer mismo por Estados Unidos y la Unión Europea está lejos de responder a la realidad de un régimen político que, con Fidel Castro o sin él, está lejos de hacer agua. El partido, el Ejército y la burocracia garantizan la cohesión interna, la voluntad de resistencia y la eficacia institucional más allá de la modestísima capacidad de movilización de la oposición interna y de la prédica de los disidentes dentro y fuera de Cuba. Por no hablar del desprestigio que estigmatiza a la oposición exterior, singularmente la radicada en el estado norteamericano de Miami, indisociable de la brega de Washington contra La Habana.

Pasadas la ensoñación revolucionaria y la defensa a ultranza de un modelo que se ha perpetuado durante casi medio siglo, se puede imponer, eso sí, el realismo a que empujan las estrecheces agobiantes de una economía depauperada y una población condenada a la cartilla de racionamiento.

Y, aunque no complazca a los principales países capitalistas, la sucesión más que previsible en la persona de Raúl Castro, que se espera que certifique el Parlamento cubano el próximo domingo, después de un año y medio de interinidad, no es incompatible con este realismo inaplazable.

Puede incluso facilitarlo porque, siquiera por razones de edad, el hermano del comandante en jefe parece destinado a un liderazgo corto, pero suficiente para mantener esencialmente intacto el sistema de pesas y medidas del poder en Cuba y, al mismo tiempo, encabezar algunas reformas. Hecho todo sin que puedan discutirle la legitimidad política para realizarlo y comprometer a la generación de cuadros que rondan los 40 años.

Sin necesidad de entregarse a vaticinios imposibles, cabe suponer que el final político de Fidel Castro no es la ocasión más propicia para hacer realidad la máxima lampedusiana: realizar algún cambio para que nada cambie. Ni el estado de salud de la revolución ni las servidumbres de la globalización permiten imaginar un castrismo sin Castro, ni siquiera mediante la tutela petrolífera del venezolano Hugo Chávez. Lo cual no significa que la herencia del castrismo se vaya a disolver en la historia sin dejar huella y que, acuciados por las necesidades, los habitantes de la isla se amoldarán sin más a los designios de Occidente.

De todas maneras, aún es pronto para saber por qué derroteros caminará lo que queda de la revolución cubana, aunque puede que las penurias de la población sean las que hagan inclinar el fiel de la balanza a uno u otro lado.