Sí, dentro de poco llegará y por unos días se quedará en casa. Nervios de última hora. Comprando de aquí para allá. De la tarjeta de crédito probablemente salga fuego y se desgaste la banda magnética, pero para nada nos va a importar si con eso tenemos a la familia contenta aunque sea ese día. Es tiempo de felicidad y como tal hay que cumplirlo. Estamos en una sociedad de consumo y hay que gastar. Gastar al máximo. No importa que nos endeudemos si con eso tenemos a toda nuestra gente reunida alrededor de la mesa, cantando nuestros villancicos preferidos, los de toda la vida.

Aquellos que nos recuerdan nuestra niñez con la mesa casi vacía pero rebosando alegría y felicidad. ¡Con qué poco nos conformábamos! Cómo ha cambiado todo y cómo nos han hecho amoldarnos a estas fiestas llenas de cosas materiales que ocupan la mayor atención durante ellas y que ya no podemos vivir sin su ausencia.

Ya hay protocolo hasta en las familias más humildes. Buscando para esa noche el mejor mantel, la mejor vajilla y la mejor cristalería para tal fin ¿quién nos lo iba a decir? Nosotros, aquellos que servimos a otros, buscando en el cajón de nuestro mueble de comedor esa puesta en escena de nuestra mesa para ese día tan especial. Que como nosotros, está fingiendo. Ya ni siquiera es blanca Navidad, porque raramente nieva.

Es la Navidad del consumismo. Del móvil compartiendo mesa con nosotros y nuestra mirada atenta a los paquetes de los regalos que hay debajo del árbol, porque también, y cómo no, vamos anulando nuestro querido belén.

Esas costumbres tan nuestras y que, poco a poco, se van perdiendo. Permitiendo que vengan otras de afuera adueñándose de ellas. Yo quiero que vuelva la Navidad de antes. Aquella en la que no había regalos, pero sí un plato rebosante de sinceridad. Que todo se compartía, incluso los sueños. Esas fiestas que te hacían tiritar de frío, pero que entrabas en calor al lado de tu familia y sin nada a cambio.