Quienes confiábamos en que 2021 iba a ser un año de ruptura, de compensación, un año para olvidar el insidioso 2020, tal vez deberíamos rebajar nuestras expectativas ante la cruda realidad: a los pocos días de inaugurar la primera hoja del calendario, ha estallado el temporal Filomena, dispuesto a añadir otra capa más a nuestra angustia tras una pandemia que no conseguimos domesticar.

Filomena, como esos gurús de secta, ha sabido captar nuestra simpatía con un señuelo promisorio de felicidad: el icónico manto blanco de la nieve propio de cuentos navideños, un manto que durante un par de días ha alimentado la algarabía de los más pequeños (y de muchos adultos). Hemos visto hasta la saciedad curiosas estampas de muñecos de nieve, niños lanzándose bolas nevadas, escaleras de parques convertidas en pistas de esquí, por no hablar de insólitos trineos empujados por perros recorriendo las calles de la capital de España.

Madrid, como el París de Hemingway, ha sido una fiesta… durante un rato. Y no es cierto que tras la tempestad venga la calma; en la mayoría de las ocasiones lo que viene es la resaca. Escribo desde Madrid, ciudad caótica. Colegios cerrados, gimnasios cerrados, panaderías cerradas, carreteras cerradas… En este Madrid cerrado se acumulan las bolsas de basura en hogares a veces sin calefacción, sin luz eléctrica, sin conexión a Internet, sin karma.

Dice mi hermana que estamos viviendo las plagas de Egipto. Ojalá. Si estuviéramos inmersos en las plagas de Egipto, al menos tendríamos la grata compañía de Charlton Heston, Yul Brynner y Anne Baxter. Porque es ahí donde los cataclismos cobran una dimensión atractiva: en el cine, en la literatura, en los videojuegos...

Es momento de añorar las mieles de la aburrida cotidianidad, pertrechados en cierta sensación de amparo que no es, a fin de cuentas, más que otra ficción para tapar nuestra atávica vulnerabilidad.

*Escritor