A veces me pregunto qué escribirían unos niños de siete u ocho años si les pidieran en el colegio que hablaran de los políticos. ¿Qué dirían unos chiquillos que seguramente no saben qué significan las palabras demagogia, mitin, moción, prevaricación, tránsfuga, corrupción? Probablemente definirían al político como una persona que es elegida por varias personas para que decida cómo han de vivir todas las personas. Es el razonamiento más raso y asequible que se me ocurre si intento pensar como un niño.

Luego, cuando sean mayores, se habrán topado con muchas historias de políticos, sabrán de sus tejes y manejes, y sacarán sus conclusiones. Algunos se involucrarán en política y los demás serán sus detractores o votantes. Entre los primeros habrá individuos con pretensiones políticamente correctas y sujetos con intenciones éticamente sórdidas; entre los segundos habrá quien intente entender lo difícil que es ser buen político, pero los hay; y quien piense que la clase política es una caterva de oportunistas que cavilan y actúan con el único propósito de lucrarse, que también los hay.

Estos últimos, sean del partido que sean, son los que han provocado que gran parte de la sociedad española deje de confiar en la clase política. Transcurridos ya más de treinta años de democracia, los partidos políticos deberían plantearse colocar en la puerta de sus sedes unos filtros por los que deban pasar cada uno de sus afiliados que pretendan ejercer cargos de responsabilidad, de manera que no se cuelen los típicos trepas, corruptos, tránsfugas, trapicheros y demás sujetos nada recomendables que desacreditan a los políticos con ganas de hacer bien las cosas. Supongo que esa medida es inviable casi, ya que al lobo sólo se le reconoce su carácter cuando enseña los dientes.

La política y el poder van de la mano, por ello los partidos deben impedir que no se haga bueno el dicho: El poder no lo ostentan los inteligentes, sino los astutos .