XLxamentablemente, los noticiarios de las televisiones, las páginas de los periódicos, están plagadas en los últimos meses, años más bien, de situaciones en las que pareciera que el fin justificara los medios. Desde la bárbara ocupación de Irak, donde el caos más absoluto se ha instalado, con miles de muertos en aras de no se sabe muy bien qué, hasta la reciente muerte del joven brasileño abatido por la otrora ejemplar policía londinense, sobran ejemplos para convenir en que, efectivamente, parece haberse instalado en muchas mentalidades la idea de que si alguien está convencido, o nos lo hace creer, de la bondad de sus propósitos, cualquier medio que utilice para alcanzarlos estará bien empleado. La superioridad de las democracias sobre otras formas de organización social, supongo, no es que esos comportamientos desaparezcan, sino que existen vías con los que limitar sus efectos. Con eso nos habremos de conformar.

Sin embargo, existen multitud de situaciones menos dramáticas que las anteriores en las que se evidencia que entre nosotros, y ahora hablo de nuestro país, se halla muy arraigada esa idea según la cual una buena intención justifica casi todo. En ello pensaba el otro día cuando me desplazaba en coche desde Mérida a Cáceres a velocidad de tortuga, desafiando irregularidades del firme, estrecheces sin tino y caravanas kilométricas, y oía en la radio al director general de Tráfico. Porque está bien que se pretenda reducir el número de accidentes en las carreteras, pero debiera hacerse con sensatez. Me recordaba ese buen señor, en sus palabras airadas, histriónicas, a ese severo prefecto de colegio religioso que en los años cincuenta amenazaba con el fuego eterno a los impúberes chiquillos que cayeran en la tentación de la carne. "Habrá que retirar miles y miles de permisos de conducción", decía el airado funcionario, refiriéndose a quienes excedían con sus vehículos los límites de velocidad. Incluso, mientras me orillaba hasta casi dar con mis huesos en la cuneta, para dejar espacio a un camión que venía en sentido contrario, le oí tildar de "delincuentes" a quienes superaban no sé qué velocidad.

Quede claro, desde luego, que los comportamientos incívicos en la carretera deben ser duramente perseguidos. Y no digo yo que sean castigados sólo con la retirada del carné, sino incluso con la confiscación de sus vehículos, quienes hallándose al volante ponen en peligro la vida de los demás. Adelantamientos temerarios, falta de respeto a las señales de stop o de cesión del paso, desprecio de los peatones o los ciclistas, etcétera, debieran ser sancionados con todo rigor y sin consideraciones. Pero, con la mano en el corazón: ¿Alguien puede sostener seriamente que circular por una autopista a 130 kilómetros a la hora constituye un comportamiento peligroso, temerario? ¿Pueden ser la inmensa mayoría de los conductores, como parece decir el director general de tráfico, unos "delincuentes"? Cualquiera que haya circulado por una autovía, de esas de las que aún tenemos poquitas por aquí, sabe perfectamente que si va a 120 kilómetros por hora, que es la velocidad máxima permitida, le adelantarán hasta los que viajan en burro. ¿No habrá llegado la hora de establecer unos límites de velocidad más razonables y, entonces sí, asegurar su cumplimento? No soy experto en este tipo de asuntos, pero mi experiencia me hace pensar que el conductor verdaderamente peligroso es quien no mantiene una velocidad acorde con las circunstancias de la vía; produce más riesgo, a mi juicio, quien circula lento como un caracol por una carretera de sólo dos carriles, provocando caravanas y nervios sin tino, que quien va por una autopista despejada y con trazado recto a 130 kilómetros por hora.

Pero, en fin, lo dicho. Circule el lector en la primera ocasión que tenga por una autovía sin rebasar el límite establecido y, mientras comprueba que es adelantado hasta por sor Citröen , convenga con ese señor malhumorado de tráfico en que todo el mundo, salvo ellos dos, son unos delincuentes.

*Profesor