Si el ruido no nos deja escuchar, la sucesión de imágenes que aturden nuestros móviles y redes sociales contribuye a ponerlo aún más complicado.

En medio de la vorágine de noticias que colapsan telediarios, periódicos e informativos, hubo una que nos sacó la semana pasada del letargo preelectoral y el monotema catalán: la detención de ese hombre en Madrid que ayudó a morir a su esposa, de quien había cuidado durante años, para evitarle mayor sufrimiento.

No entraré en debates morales sobre la defensa o no acerca del derecho a morir dignamente. Ni siquiera en si es necesario un cambio legal para aquellos que quieren decidir sobre su vida cuando, llegado el momento, no hay más esperanza que el dolor del día a día. ¿Para qué vivir entonces? ¿Para qué prolongar una situación irreversible que aumenta el sufrimiento de quienes rodean al enfermo?

Tenemos la suerte de vivir en una sociedad en exceso proteccionista. Reclamamos derechos, tantas veces, que olvidamos en otras muchas nuestras obligaciones como ciudadanos.

Por eso los mejores son quienes se atreven a predicar con el ejemplo en lugar de protestar para esconder su mediocridad y conformismo.

Por eso la muerte pactada y televisada de esta mujer se convierte en una prueba fehaciente de que la sociedad va por delante de la ley, ejemplificada en este hombre que se ha atrevido a dar la cara y a demostrar, aun a riesgo de ser juzgado, que hay que buscar medios para poner fin a una situación insostenible. Ni que decir tiene que la vida es la razón de todo, pero me asaltan tantas dudas cuando he visto sufrir a personas mayores a las que no sabría qué decirles si pasaran por el mismo trance.

Se nos hace difícil la vida cuando vemos imágenes tan cuesta arriba. A veces legislar en caliente no es el remedio, pero cuántos de ustedes no habrán pensado alguna vez como yo: si lo malo debe terminar, que sea cuanto antes. Lo demás es perder el tiempo. El de uno mismo y el de los demás.