WEwl curso político se ha abierto con uno de esos asuntos que afectan a uno de los pilares del estado de bienestar: el de la sanidad y su sostenimiento. Pocos retos políticos hay como el de hacer avanzar, en eficacia y equidad, uno de los grandes patrimonios de la sociedad española, como es su sistema sanitario.

Nadie puede poner en duda de que, por su importancia y su carácter de columna vertebral del progreso de España, a veces hay que tomar decisiones impopulares para salvar lo esencial: que dicho sistema no sólo no encalle y se colapse, sino que siga respondiendo a las necesidades de la gente. Desde incluso antes de la promulgación de la Ley General de Sanidad, en 1986, que universalizó la asistencia y creó el modelo asistencial actual, estudios de expertos han apuntado la necesidad de que los ciudadanos, vía impuestos o como aportación directa al acto de asistencia sanitaria, que se conoce como copago , ayudaran al sostenimiento del sistema. Siempre se han rechazado. Ha habido tímidos intentos, particularmente en Cataluña, de introducir fórmulas de copago ; hay experiencias de recargo en carburantes (el céntimo sanitario , que se aplica en Madrid); y siempre se ha hablado de la necesidad de revisar los porcentajes de financiación de los medicamentos por parte de los usuarios, activos o pensionistas, basada en la experiencia de lo que sucede en otros países, con mayor aportación del beneficiario. Por tanto, la propuesta del Gobierno de enjugar el déficit sanitario mediante la subida de impuestos no coge a los ciudadanos por sorpresa: siempre ha existido el run run de que, tarde o temprano, había que abordar este asunto.

El problema es que surgen dudas sobre las propuestas gubernamentales: la fórmula escogida para enjugar el déficit no es precisamente una operación de microcirugía: junto a la subida de impuestos del tabaco y el alcohol, que parecen razonables puesto que son productos nocivos para la salud, que quienes los consumen lo hacen porque quieren y que generan gasto al sistema sanitario, las medidas que el Gobierno quiere implantar no reparan en rentas ni en costumbres y perjudican más a quienes menos tienen, puesto que gravan artículos de primera necesidad, como la electricidad y los carburantes. Y no es lo mismo subir impuestos a ciudadanos con rentas medias altas, como en Cataluña, que a ciudadanos con rentas medias bajas, como en Extremadura.

Por otro lado, también cabe preguntarse si adoptar este tipo de medidas es una prioridad para todas las comunidades o más para unas que para otras. La respuesta a esta cuestión apunta a que el mayor déficit es el de Cataluña --alrededor de diez veces más que Extremadura: la distancia entre mil millones de euros y cien millones de euros-- y que esa autonomía es la que, con mayor prontitud, necesita solucionar este asunto. En este contexto no es descabellado señalar la coincidencia del debate sobre financiación de la sanidad, con el del Estatut y el apoyo que el Gobierno necesita para los presupuestos del 2006.