Dramaturgo

Sobre su mesa tiene un oficio de hace cuatro años, dos periódicos atrasados y una guía de teléfonos forrada con tapas de cuero (las que le regalaron o se regaló en un amigo invisible ). Nadie sabe a qué se dedica exactamente ni para qué sirve lo que hace si es que hace algo, salvo su teléfono, que no descansa ni un minuto y por el que parece manejar el mundo a costa del contribuyente (Telefónica está encantada con él y con su extraño trabajo). Tiene muy claro que manda en algo y que este mando no está suficientemente reflejado en su nómina, pero manda y, por consiguiente, puede darse por satisfecho y exigir más euros.

Se parapeta detrás de su anonimato, a nadie le sugiere nada su nombre y ésa es una garantía de perpetuidad. Su firma es como todas las firmas que nunca se ejercitan, anodina y de bella factura, sin malear por el uso, importante como firma para rubricar documentos sin importancia. Su anonimato es signo de perpetuidad y le imprime una pátina de respeto. Alguna vez ha temblado cuando alguien superior a él (no se sabe en qué escalafón) le ha pedido que actúe o represente a otro alguien simplemente porque se ha tropezado con sus apellidos y con su cargo en una relación nominal. En todas las ocasiones se puso enfermo y declinó el encargo, a la vez que lamentó de la precariedad administrativa que, a veces, necesita de sus prestigiosos servicios porque no había nadie que pudiera hacerlo. Y tiene ordenanza. Su sueño, su deseo íntimo desde que era niño y veía a un tío abuelo suyo mandar a su ordenanza a comprarle tabaco. Tiene ordenanza, cargo, nómina y futuro. Y firma, aunque la última vez que la usó fuera para ordenar el despido de doce trabajadores.