Nunca había tenido una sensación tan extraña como la experimentada el miércoles pasado entrando a Ifema para hacer la cobertura informativa de Fitur. A las puertas del metro miles de taxistas en pie de guerra se enfrentaban a la policía y gritaban consignas nada agradables. Sentí que mi libertad estaba secuestrada y algo de miedo. Mis familiares me llamaron por teléfono para saber si estaba bien, ya que aquel conflicto se estaba retransmitiendo por la televisión en directo.

La elección de esa manifestación no ha sido al azar. Pretendía ser una andanada en la línea de flotación a la ciudad de Madrid: colapso de las vías de comunicación y mala imagen a medio mundo de una gran feria internacional con 250.000 participantes. Solo periodistas acreditados en Fitur había cerca de 7.500, que han trasladado a sus lugares de origen una pésima radiografía de nuestro país, con el consiguiente impacto en nuestros flujos turísticos.

Siempre he creído en el derecho de huelga como un derecho inalienable, pero creo que deben existir unos límites. Creo que si te manifiestas pero conculcas los derechos de los demás --vaya, que los fastidias o empleas violencia-- las protestas quedan desautorizadas ipso facto.

El conflicto del taxi es consecuencia de un cambio de paradigma. Los taxistas de toda la vida han pagado una fuerte suma por sus licencias y ahora la llegada de las nuevas plataformas les hace pupa. Pues que se pongan las pilas y mejoren sus servicios. En muchas ocasiones hay taxistas con varias licencias que pasan de padres a hijos y eso se parece mucho a obsoletos derechos medievales. El mundo cambia. Y ahora le ha tocado al taxi.

Otra cosa es la igualdad de condiciones en una situación de libre competencia. Uber y Cabify tienen derecho a operar, pero no en un marco donde todo vale. Hay que sentarse y dialogar, pero, de momento, lo único que he visto es mucha rabia y mala baba a raudales. Refrán: Los amigos son como los taxis, cuando hay mal tiempo escasean.