Historiador

Cuando aquellas cepas dormidas del invierno han perdido el verdor milagroso de nuestros largos veranos de calor, sus delgados sarmientos brillan con hojas doradas y rojizas cayendo lentamente. La viña vuelve a descansar y la bodega es la siguiente protagonista del milagro. Extremadura huele a vino nuevo y Almendralejo es una referencia universal que se palpa en el aire de las tardes de otoño. El Alentejo luso nos desafía, en tanto, con sus fragancias, que rivalizan con las de este lado de la raya, y Borba es el símbolo de ese don renacido, de caldos blancos --dorados-- y tintos --rojizos-- exquisitos. "¡Qué gran pérdida cultural!", me decía el gran poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, cuando le comenté que la mayor parte de la juventud de nuestra tierra ya no bebía vino, sino bebidas alcohólicas destiladas, mezcladas con refresco. ¡Cuánta razón la de este antiguo revolucionario sandinista, ministro de Cultura de su país en la época fugaz de la utopía! Por nuestra parte, habíamos gozado un poco más atrás de las fiestas de la vendimia en la Tierra de Barros, con versos y cante de profundo sentimiento, cuando nuestros vecinos de esa zona de los Mármoles nos ofrecen sus semanas del vino, como si fuera un canto a desafío. Y así, siguiendo el ritual de cada año, Borba culminó una vez más las celebraciones con una intensa noche de fados que siempre congrega multitudes.

Vino, flamenco y fados, regaron de poesía esta primera fase del otoño, metiendo en nuestro cuerpo la necesaria reserva de calor para cruzar el duro invierno con un impulso de alegría. Y otra vez a esperar los brotes de hojas nuevas, verde-esperanza, que trae la primavera junto a minúsculos racimos que luego explotarán, engrandecidos, en pulpa dulce como lágrimas jóvenes e inquietas. Así pasa la vida.