Amarraditos, Procuro olvidarte y, sobre todo, La flor de la canela forman parta de la banda sonora de mi infancia.

María Dolores Pradera las cantaba desde un magnetófono mazacote que presidía el cuarto de estar donde nos apiñábamos los cinco hermanos en un sofá de tres plazas, alrededor de una mesa camilla que ocupaba toda la habitación.

También cabían dos sillones orejeros, propiedad exclusiva de mis padres, un mueble atiborrado de libros (como toda la casa) y una televisión casi siempre apagada.

Detrás de la puerta, en un mueble medido al milímetro, convivían los gustos musicales de toda la familia, o mejor dicho, de mis padres y hermanos mayores, que eran los que mandaban. En casetes que se rebobinaban con bolígrafo y que había que limpiar con algodón, se encerraban las canciones de Miguel Ríos, Mike Oldfield, Los Panchos, Mocedades, Víctor Jara, Pablo Milanés, Pablo Guerrero, Supertramp, y otros tantos que conformaron mi educación musical.

Pero también sonaban Waldo de los Ríos, Rocío Jurado (la más grande, decía mi padre), coplas, Serrat y los poemas de Machado, y dos cintas larguísimas con el poema de Alvargonzález, recitado con una voz que nos daba un poco de miedo. Como éramos cinco hermanos y todos estudiábamos, la música se ponía solo los sábados por la mañana, en horario de limpieza.

La mesa camilla acogía nuestros deberes, los libros, la leche con galletas, y después sonaba Fina estampa, o El tiempo que te quede libre, o Siendo mozo Alvargonzález, mientras mi madre tocaba la campana del reparto de tareas.

Nos educamos escuchando El rosario de mi madre, y aquel verso demoledor devuélveme mi amor para matarlo, pero aquí estamos, sanos y salvos, en la otra orilla. Luego, poco a poco, la estantería se fue llenando de otros cantantes y vaciando de algunos pasados de moda.

Aparecieron los cedés, y las cintas se acumularon en cajas que duermen el sueño de los justos en algún trastero.

Yo rescaté algunas en esta especie de síndrome de Diógenes de los recuerdos, y andan por casa, pequeño testimonio de un mundo simple y lejano, cuando la felicidad se medía alrededor de una mesa camilla, ahora que aún perfuma el recuerdo, en un cuarto atiborrado de libros, ahora que aún se mece en un sueño, en la tarde eterna de la infancia, cuando importaban las cosas que creemos intrascendentes, pero marcan una vida, el viejo puente, el río y la alameda.

* Profesora