Filólogo

En primavera todas las flechas apuntan al Valle del Jerte, a los cerezos en flor, algo tan armonioso como breve. Esta explosión de los cerezos es un paisaje cíclico que no desmerece por repetido; un paisaje, esto es, un suelo, una flora, un clima anual que establece una relación profunda entre la siembra y la concepción, entre la cosecha y la muerte. Alguien dijo que la cultura es siempre vegetal y ahí está la cita inevitable y la fiesta de los lugareños celebrando a golpe de tamboril, perrunilla y aguardiente, las ubres de la madre tierra.

Este es el momento de la flor y por ello, el de postergar ahora los quebraderos de cabeza que dará el nublado y la cooperativa; el agricultor tiene un conocimiento concreto y cercano de la cereza, pero cierta inseguridad de la gestión: el transportista gana ligeramente más que él; el asentador más que el agricultor y el transportista y esa cadena continúa con eslabones extraviados que confirman que consigue más quien más lejos está del cerezo, de la cesta, y el tractor: asunto desleal.

A pesar de todo, los símbolos, los mitos y los ritos son los que importan y son los de siempre: el brote apunta en la rama, la luz en el botón, la espuma en los pilones de las gargantas, y desde la umbría a la solana, los bancales vierten hacia el río sus flores blancas. Y aunque todo sea provisional y mera seducción, este alumbramiento anual restablece el equilibrio: una visita al valle disuelve las prisas, las incertidumbres, los sufrimientos por la guerra y hasta el rumbo de la vida, porque ese paisaje excitante y de eterno retorno nos revela, que somos, también, noria de tiempo.

Si efectivamente nada es nuevo bajo el sol, y todo es repetición cíclica, deberíamos aceptar que el mundo se mantiene cada primavera en el instante limpio de los comienzos: para comprobarlo hay que acercarse al Valle del Jerte y mirar, despaciosamente, un cerezo en flor.