Todo este asombro con el que ahora contemplamos la vida desde la ventana, será mañana horizonte de verduras y lluvia de besos-girasoles... pronto, antes del primer parpadeo del verano. Y entonces, este arrobamiento que provoca el asistir a una pandemia en riguroso directo, se acabará convirtiendo en sucesión de abrazos retumbantes bajo el cielo, del mismo modo que lo hace el zumbido de un colibrí mientras el mundo hace su siesta.

Me gustaría contemplar a uno de estos elfos de las abejas, diminuto como un estornudo, posándose sobre la hilera de farolas apagadas de mi calle; la de este silfo celeste sería la nota de color ansiada, ahora que todo se transforma en ceniza.

Como cualquiera de vosotros, yo me aferro estos días de vértigo y alucine a todo resquicio de alegría; aún sabiendo que la tristeza bate sus alas con la misma e intensa vibración que la de nuestro elfo picaflor. Y es que, por cada ciudadano del mundo existe un motivo para la resistencia; un gesto dulce como la miel; un respiro en mitad del ahogo; un soplo para la sensación de inutilidad.

Están pasando cosas hermosas: un pedazo de cualquier cosa ya no es pobreza sino riqueza. Se dibuja la bondad en cada rellano: bendita leche frita la que Maribel le ha llevado a su vecina. Le ha dejado en la puerta el regalo bendecido, con una nota en la que dice compartir el aullido de su pena por sus muertos: un familiar pero también su perrito. Así que bendita leche frita con amor.

Están pasando cosas muy humanas y sujetas a la fuerza de la gravedad, porque todo cae y se diluye pero a la vez emerge y se hace carne. El hombre ha salido al encuentro del hombre. Roberto ha dejado de lado su agorafobia y lleva días haciendo la compra a las abuelitas de su escalera; sale con el miedo tatuado en la frente, suda cuando llega al supermercado, está en territorio enemigo; mira desconfiado el atasco de carritos que habrá de sortear y se echa a llorar, tiembla, se ahoga. Pero sabe que Elisa, Paca y Carmen, esperan el pan, la leche, las acelgas y alguna chocolatina a escondidas.

ESTÁN PASANDO cosas terriblemente valiosas. Y así tengo yo los bolsillos, rebosantes de poesía. Un florista aparcó ayer su furgoneta en la puerta, y al revés de lo que suele hacer el turno de trabajadores de la basura, el florista comenzó a repartir y depositar ramos de flores en portales, en farolas y marquesinas. No daba crédito. Sé que algunos invernaderos están ofreciendo flores en las puertas de hospitales en farmacias y quioscos, antes de tirarlas; sé que algunas floristerías las están regalando a funerarias, cementerios y morgues improvisadas. Pero ¿esto? ¡esto! ¡¡esto del florista!! Me arranqué a aplaudir aunque no eran las ocho de la tarde.

Ese florista representa la primavera absolutamente; el deber del individuo para consigo mismo y la tarea de embellecer el mundo cuando todo se transforma en cenizas. He ahí a un florista ejerciendo el poder más poderoso que el de un político, o un poderoso sentado en la tribuna del poder. No hay mayor hazaña ante la asfixia y la fealdad que entregar al mundo la belleza robada. Luchar contra la miopía de los que se atribuyen poderes y soberanía.

Un florista esparciendo su evangelio contra el individualismo; deshojando hasta los estambres impúdicos del capitalismo y la codicia, sin más armamento ni argumento que unas lilas, mimosas y violetas... pensamientos y peonías contra la debilitante miopía política.

El don de ver flores en algunas partes es el que me salva de las trivialidades. Es, gracias a ellas, que consigo arañar migajas verbales donde apenas queda un mendrugo y despilfarro de obviedades.

Me atrevo a soterrar el tiempo de lo obvio, no queda más afiliación que la incertidumbre y escalar algún abismo... Enterrada al fin, nuestra felicidad barata de ayer.

* Periodista