De todo corazón, me siento internacionalista. Si de algo concerniente al compendio excluyente de los nacionalismos tengo con que quedarme, seguro que es con el profundo sentido de su cultura tradicional. Vemos --valga el ejemplo-- que, en cualquier manifestación de índole nacionalista, ya fuere de Euskadi o en Cataluña, encabezan la misma paisanos ataviados con sus indumentarias tradicionales, tañendo sus singulares instrumentos y cerrando tales encuentros con sus ancestrales danzas. Los chavales maman esto desde pequeños y, a lo largo de toda su vida, vibran ante la mínima chispa que encienda sus raíces populares.

Trasladándonos a nuestras penillanuras extremeñas, pese a toda la propaganda mediática de todos los agostos (festivales de los pueblos del mundo, festival de la sierra, festibarros, etcétera.), la realidad es muy otra. Quitando a las cuatro agrupaciones folklóricas que se mueven en las poblaciones de nuestra comunidad con mayor entidad demográfica, el panorama es desolador.

No vamos a entrar en que, en nuestros medios rurales, más de un 90% de los paisanos desconozcan el himno extremeño, o que otro porcentaje elevadísimo no sepa acertar con los colores de la bandera de Extremadura. Dejemos aparte el mundo de los símbolos, a veces tan poco sustanciosos y carentes de cimientos históricos o antropológicos. Pero lo que es vergonzoso y vergonzante es que, exceptuando una minoría, la juventud rural desprecie, se avergüence o pase olímpicamente de la manifestación tangible de sus raíces, del saber popular heredado de sus mayores, del folklore en definitiva.

Hemos constatado que pequeñas agrupaciones folklóricas desparramadas por nuestros escondidos pueblos, con gran enjundia etnomusicológica, subsisten a duras penas, sin subvenciones de tipo alguno y con grandes sacrificios personales. Y lo triste es que se ven incapaces de captar a gente joven, o la que tienen se escapa a la primera de cambio, azuzada por amigos y amigas que le afean el que se metan en ensayos de bailes "de viejos y viejas", en vez de darle al reguetón o a otros ritmos enlatados, importados de otras culturas, muy respetables, por cierto, pero muy alejados de nuestro entorno etnomusicológico.

Tristemente, también se detecta en nuestros medios rurales la predilección por aprender sevillanas antes que nuestras jotas , perantones , charráh , sandúngah o rejuíjuh . ¡Qué bien venden algunos la cultura andaluza y otros qué mal la extremeña! Y esta carencia o vacío identitario se apodera, en muchos casos, de las mentes de bastantes mandatarios, que subvencionan, en las fiestas locales o de las mancomunidades, costosos grupos de rock, y sólo ofrecen las miserables migajas a quienes llevan por calles, plazuelas y escenarios el genuino folklore de la tierra. Esto es la tónica común en los medios rurales extremeños, y bien se puede palpar dándose un garbeo, en el estío, por nuestros pueblos.

XSABEMOS DEx otras comunidades que ya, desde la escuela, incentivan pedagógicamente la cultura tradicional, poniendo sal y pimienta para que los alumnos y alumnas interioricen y valoren sus sustratos culturales y aprendan a proyectarlos. Falta hace que gente con las ideas meridianamente claras, con poder de decisión en los peldaños más elevados de la administración, aprenda a llevar el folklore a nuestras escuelas extremeñas y eche un capote a esos grupos y corroblas folklóricas que a duras penas se mantienen, siendo como son los únicos que salvaguardan los tuétanos de unos valores etnomusicológicos irisados de arcaicos y singulares cromatismos.

*Profesor y Educador Social