Me fascinan las películas de Guillermo del Toro y el universo fílmico de criaturas sobrenaturales que nos presenta en cada una de ellas. Esa mezcla entre lo real y lo subreal, lo profano y lo sagrado, lo prosaico y lo supersticioso, no exenta de cierta violencia y tan característica por otra parte de la cultura mexicana, está siempre presente en sus obras y en todos los particulares y peculiares seres que crea y con los que nos recrea. Y, al margen de las acusaciones de plagio, lo cierto es que en La forma de Agua Del Toro ha logrado dar forma a una de sus obras más excelsas y también a una de sus criaturas más mágicas.

Hay que reconocer el ingente trabajo técnico, el maquillaje y el esfuerzo interpretativo de los actores que dan vida a estos seres fantásticos. Pero, sobre todo, hay que reconocer que este microcosmos imaginario es el espejo cóncavo en el que se refleja el mundo de las pasiones, los deseos, los sentimientos, las emociones y también los anhelos más humanos. Del Toro sabe que este mundo, como el de sus criaturas, es también y la mayoría de las veces irracional y hasta sobrehumano. Y es esto precisamente lo que traslada en este film, obligándonos a poner y prestar atención al mundo de las emociones y los sentimientos más profundos y sinceros de nuestra condición. No es causal que esta vez el mexicano haya hecho mudos a los protagonistas de esta taumatúrgica historia de amor. Y no lo es porque solo el silencio habla cuando entra en escena la belleza de entender y amar al otro tal y como es. Además, el silencio es una forma de dar voz a los invisibles, a los que viven -o mejor sobreviven - en el extraradio existencial de una sociedad enfermiza, como lo era la americana de la década de los 60, años en los que está ambientada esta historia.

Con una estética que recuerda por momentos a los escenas de los cómics americanos en plena guerra fría, la película pone al descubierto los síntomas de la neurosis social y política de aquellos años: la segregación racial, la homofobia, la hipocresía social y la violencia represiva en sus distintas manifestaciones en un mundo donde no está permitido bajo ningún concepto fracasar y donde es obligado el “positiv thinking”, título del manual de cabecera del malo de la peli. No es que hoy en día no hayamos librado aún de todo estos rebrotes pero quizá la mejor medicina para ello, entonces como ahora, siga siendo el amor y la afectividad como forma de vivir en y la alteridad.

Y que mejor que el elemento del agua, símbolo originario de la humanidad, omnipresente en toda la película, como gran parábola de lo humano, demasiado humano. El agua, como el amor en todas sus formas, no tiene forma alguna ni atiende a más lógica que a su propia naturaleza. Y en el agua surgió la vida. Así que nademos dando la mejor de las formas al fugaz caudal de nuestras existencias.