Habla Freire de que la educación debe ir más allá del ba, be, bi, bo, bu; que ha de implicar una comprensión crítica de la realidad social, política y económica en la que viven nuestros alumnos. Coincidiendo con esa visión del hecho educativo, creo que algo estamos haciendo mal para que, en el inicio de un nuevo curso escolar, se siga hablando sólo de los problemas que afectan a la educación y no de los aciertos y logros conseguidos.

Nunca nuestro sistema educativo contó con más y mejores profesionales, con mayores medios económicos y materiales, con más iniciativas y con unos principios y valores que nos sitúan, por derecho propio, entre los países de nuestro entorno. Sin embargo, los sucesivos informes PISA muestran con obstinado realismo la preocupante situación de la enseñanza en nuestro país. Pero, cargar las tintas contra el sistema, en genérico, no deja de ser una irresponsabilidad. Tal vez, la complejidad del problema radique en la participación de muchos agentes sociales en el proceso educativo (profesores, alumnos, padres, gestores políticos, organizaciones, etcétera) y en la falta de una adecuada interrelación y coordinación entre ellos. No sólo el pobre rendimiento en las materias instrumentales, siendo muy grave, debe encender las alarmas, también las actitudes de los alumnos, educadores y padres, los comportamientos de (anti)convivencia, la dejación de las responsabilidades familiares, la falta de una adecuada educación cívica o la escasez de recursos, deben ponerse sobre la mesa para un análisis riguroso de lo que está sucediendo. En este sentido, creo recoger la opinión de muchos profesionales de la educación si digo que éste debe ser un análisis fundamentalmente técnico y profesional, lejos de intentos sesgados de convertirlo en otra batalla política, ideológica, o en una soflama más acerca de la culpa de tales o cuales profesionales (sobre todo pedagogos, psicólogos y sociólogos) en los problemas que laceran actualmente la educación.

No pretendo solucionar problemas de tal calado en apenas unas líneas de opinión, sino llamar la atención sobre la importancia que tiene en todo esto la adecuada formación de los profesionales de la enseñanza. Personalmente, considero hipócrita hablar del esfuerzo y la responsabilidad que se ha de exigir a los alumnos desde el sistema, mientras esos mismos valores no tienen mucha prédica entre la mayor parte de los agentes sociales implicados en el proceso educativo. Tampoco creo que aludir constantemente a la vocación de los docentes sea la solución para modificar algunas actitudes irresponsables de determinados profesores. No se puede pedir vocación a todo aquel que quiera ser profesor, pero sí se le debe ofrecer una adecuada y exigente formación para ello. Por eso, creo que una estrecha relación entre la formación inicial del profesorado y la práctica docente en el aula es la principal garantía de profesionales con interés por su trabajo y por su permanente actualización.

Pienso igualmente que no debemos alarmarnos por plantear en el ámbito de la educación, a veces tan poco dado a ello, propuestas arriesgadas e innovadoras, asumiendo iniciativas que den proyección al sistema y abandonando soluciones manidas, arcaicas y hasta preconstitucionales, que poco tienen que ver con los tiempos actuales. Seguramente, dotar de ordenadores a las aulas de los centros de secundaria fue una propuesta con un riesgo evidente, pero, en la tecnificada sociedad actual, el riesgo también se convierte en impulso. Si la apuesta fue positiva, felicitémonos por ello, y si no fue así, analicemos y valoremos a qué se debió, en vez de rechazar la iniciativa como causa. En el mismo sentido, podríamos considerar un alto riesgo la búsqueda de consensos y acuerdos entre el gran número de agentes implicados, que persigue el actual debate sobre la Ley de Educación, cuyos resultados quizás no gusten a todos, pero pocos serán los que puedan decir que no han podido participar en él.

Y esa debe ser la apuesta desde la Universidad, desde las Facultades de Educación en Badajoz y de Formación del Profesorado en Cáceres, la de ofrecer una experiencia centenaria junto al compromiso de un trabajo riguroso e innovador, que consiga, por fin, una formación exigente de maestros y profesores de Secundaria.

Mi maestro en Táliga creía firmemente en su trabajo, educar para él era un arte y no sólo enseñar el ba, be, bi, bo, bu. Era el futuro, las alas para destruir las cadenas, para conseguir la libertad y la igualdad, pero también el progreso y el compromiso, y, sin duda, la mayor de las libertades que podamos conseguir, la libertad de pensar.

*Decano de la Facultad de Formación del Profesorado de Cáceres.