Hay una frase que siempre se pregunta en la redacción de un periódico a media tarde: ¿Hay foto? Es la cuestión que preocupa a esa hora al redactor jefe de cierre y hace partícipe de la misma a los responsables del resto de secciones a fin de elegir la imagen que ilustre la portada del día siguiente. El viernes pasado estaba claro que la imagen del día era el ‘funeral de ETA’, una instantánea en la localidad vascofrancesa de Cambo-les-Bains en la que aparecía Arnaldo Otegui; el presidente del PNV, Andoni Ortuzar; la portavoz de EH Bildu, Maddalen Iriarte, y toda una serie de observadores internacionales designados por el movimiento abertzale para escenificar este fin de etapa mediático donde se vuelve a despreciar a los 853 muertos provocados por la banda para tratar de salir airoso escondiendo su propia derrota.

Una foto histórica por miserable que finalmente apareció en portada tras el oportuno debate. Pero a mí me vino a la cabeza otra imagen, la de un funeral de una víctima de ETA en Extremadura que cuelga junto a muchas otras del pasillo de entrada a la sede de El Periódico Extremadura en Cáceres y que representa parte de nuestra historia reciente. Se trata de una instantánea firmada por Antonio Hernández, de Navalmoral de la Mata, en 1991, en la que aparecen los compañeros guardias civiles de Pedro Carbonero rindiéndole un homenaje en Peraleda de San Román con la familia, rota de dolor, al fondo. Es una imagen cruel y, a la vez, demasiado real donde los hijos de la víctima, un chico y una chica jóvenes, tienen el rostro desencajado sin saber muy bien qué pasa pero siendo conscientes de que quien está dentro del ataúd y bajo una bandera de España es su padre. Y pensé: esta es en realidad la imagen que representa lo que ha significado ETA para Extremadura; 54 muertos, en su mayoría policías y guardias civiles, que han dejado tras de sí una secuela de dolor imborrable.

Antonio Pose Rodríguez fue el primero. Teniente de la Agrupación de Tráfico de la Guardia Civil, de 49 años, criado en Jarandilla de la Vera, murió el 16 de agosto de 1978. Unos jóvenes le abordaron a la entrada de su casa en Madrid y uno de ellos le disparó a quemarropa alcanzándole en el pecho. Alfonso Morcillo fue el último. Natural de Medellín, de 40 años de edad, casado y con tres hijos, era sargento de la Policía Municipal de San Sebastián y responsable de la unidad especial de Información. Fue asesinado por un encapuchado de un tiro en la sien en Lasarte el 15 de diciembre de 1994. En medio de ambos, un reguero de sangre con otras 52 personas, las cuales un día decidieron buscarse la vida y el destino les hizo acabar muertos por la sinrazón de unos cuantos que ahora, 60 años después, reconocen que no sirvió para nada.

Considero que la sociedad española venció como país y habrá que decirlo y también cerrar del todo una etapa de nuestra historia esclareciendo los 224 atentados mortales que quedan por resolver, la mayoría de la época de los gobiernos de UCD entre 1978 y 1982. De igual modo, creo que habrá que poner tinta sobre blanco para reconocer el papel de las víctimas y sus familias y, del mismo, la labor que realizaron nuestros dirigentes, algunos injustamente criticados y vilipendiados como Alfredo Pérez Rubalcaba cuando en 2006 y de la mano del presidente Zapatero se iniciaron conversaciones con ETA para tratar de acabar con el terrorismo viviendo que, por vez primera, el principal partido de la oposición no apoyaba al Gobierno en la tentativa de un final dialogado. En los dos intentos anteriores -el de 1989, que protagonizó Felipe González, y el de 1998-99, que dirigió José María Aznar-, la oposición apoyó al Ejecutivo incondicionalmente.

Al final, ha llegado la derrota y ha sido gracias al Estado de derecho; la policía, la justicia y también la política. El fin de la única banda terrorista que todavía operaba en Europa y a cambio de nada: Ni autodeterminación, ni concesiones como el acercamiento de los presos ni nada de nada. Mera derrota y claudicación al Estado y la democracia. Por mucho que ahora los responsables de la banda y sus adláteres se hayan autoconvencido de que son los adalides de la paz y así quieran transmitírselo al mundo envueltos en cierto romanticismo de otras épocas.

Imágenes como la de Peraleda de San Román quedarán en la retina de muchos. Al menos en la mía. Conviene no olvidar el dolor que pasaron muchos extremeños para valorar, de verdad, lo que supone este momento final.