He estrechado la mano de dos reyes. Dos veces he sido recibido (junto a otros) en La Zarzuela. Las dos me trataron con milimétrica cortesía y de las dos me traje el convencimiento de que ser rey es una tarea, cuando menos, esforzada. Las fotos no me las traje, me las enviaron. Durante un tiempo relumbraron, de una en una, ambas dos, en mi despacho. ¿Vanidad?

Al cabo retiré la foto y aproveché el hueco para poner la de mi perro. Uno que tuve, que se me murió y al que aún le guardo el luto. Se llamaba Elvis y, dentro de lo cabe, no me pareció demasiada ofensa a la monarquía siendo como era Elvis Presley también rey. Elvis, ¡rey y dinastía en sí mismo!

En realidad la retiré porque tenía algo de jactancioso. La guardé en un cajón y ahí la conservo, en su marco, por si la fortuna troca y conviniera lucirla.

Por Juan Carlos I tengo simpatía. Está bien lo que bien acaba. Cuarenta años de paz (o casi). De libertad (o casi). De progreso (o casi). Cuarenta años que dan para buena nota (o casi). Creo que don Juan Carlos no solo merece la absolución de la Historia, sino también el cariño de sus súbditos. ¡Ojalá al término del reinado de su hijo podamos decir lo mismo! Pero el futuro es incierto. Y no todos somos monárquicos. Dice mi amigo Gordillo que les tengo tirria porque soy carlista. Es verdad, soy carlista (o casi), carlista de Valle, carlista de Bradomín, carlista de caserío y de tercio, carlista de la legitimidad proscrita, carlista en desuso y hasta carlista del Quijote. O sea, nada,… no, no le tengo tirria. Tirria les tengo a los pelotas, a los arribistas, a los antiguos republicanos que por dormir en palacio perpetran la impostura de tornar en monárquicos, y tirria también, por supuesto, a los que atacando al rey pretenden atacar a España. A Felipe VI no. ¿A las princesas? ¡Cómo tener tirria a una niña de doce años! Sería absurdo. Tan absurdo como imponerle el Toisón de Oro a esa misma niña. Un despropósito. ¿Qué méritos podría tener? No conozco a nadie que a esa edad merezca semejante distinción. Hecha sea la excepción, quizá, de Arturito Pomar, aquel ajedrecista, que a los doce años hizo tablas con el campeón mundial Alexander Alekhine. Y ni así… En todo caso, el mensaje enviado es indubitado: prima la cuna al mérito; y corriendo el año 2018 de la era de Nuestro Señor Jesucristo es palmario que tal mensaje no resulta plausible. A mi juicio ha sido una patochada; otra cosa es que, a veces, se esté obligado, por mor del cargo, a tragar cierta ración de tradicionales patochadas.

El futuro es republicano. España mañana será republicana. Pero no todas las repúblicas son tricolores. La mía, la que tengo derecho a soñar, es rojigualda. Exactamente tan rojigualda como la I República. Roja y gualda. «La que supo seguir sobre el azul del mar el caminar del sol…» «Reputamos la monarquía gloriosamente fenecida», dijo José Antonio Primo de Rivera. Claro que de esto me enteré después de ser carlista. Republicano como Unamuno (otro tan carlista como yo).

Termino con un sucedido. Mi padre se alistó a los dieciséis años en un tercio de requetés. Lo hizo en defensa de sus ideales (aprovecho para decirlo antes de que me lo prohíban o la Diputación me excluya de alguna bicoca). El caso es que, ya anciano, se encontró con otro veterano requeté. Juntos, y en mi presencia, rememoraron aquellos años. Recordó mi padre el trilema que les sostenía en el combate: Dios-Patria-Rey. Reconoció que, pasados los años, ya no tenían rey; que, de todo aquello, solo les quedaba el ansia de patria y de Dios. Su viejo conmilitón le miró descreído y le espetó algo que entonces estimé sacrílego, pero ahora medio entiendo: «A mi edad ya solo creo en Dios».