La debilidad del Gobierno y la altanería del Ejército han situado a Tailandia a un paso del golpe de Estado. La negativa de los generales a enfrentarse a los ocupantes de los dos aeropuertos de Bangkok y la imposibilidad del primer ministro, Somchai Wongsawat, de imponer su autoridad son dos factores que operan a favor de los manifestantes de la Asamblea Democrática Popular (ADP), una organización con todas las trazas de estar al servicio de los uniformados para desalojar del poder al Partido del Poder del Pueblo (PPP), que ganó las elecciones de mayo. Desde entonces, la ADP ha obstruido el trabajo de los vencedores y el PPP ha consumido más tiempo en tranquilizar a los cuarteles que en afrontar las reformas económicas. Por si fuera poco, el hecho de que Somchai sea cuñado de Shinawatra, depuesto en 2006 y condenado en rebeldía a dos años de cárcel por corrupción, ha enrarecido las relaciones del primer ministro con el mando militar, que se opone a revisar el margen de autonomía otorgado históricamente por el rey. La poca efectividad de los llamamientos de la comunidad internacional para que los militares se ciñan a la autoridad del Gobierno y liberen los aeropuertos se ajusta al guión habitual en Tailandia: el Ejército, de acuerdo con palacio, hace y deshace a su gusto. El coste de tal proceder es irrelevante porque las cuentas del turismo no dejan de crecer y la conocida desigualdad entre la próspera sociedad urbana y un campo misérrimo no perturba el negocio. Está por ver si, con los aeropuertos inoperantes, las consecuencias de la algarada son más graves para la economía.