La clasificación de algunos cuentos tradicionales (como Caperucita Roja) como poco recomendables moralmente (por presuntamente sexistas) y su retirada para alumnos de educación infantil en una escuela pública de Barcelona ha reavivado un debate en que se entrecruzan cuestiones como la censura de lo «políticamente incorrecto», la educación en valores, la relación entre arte y moral, o la protección de la infancia. Para colmo, algunos partidos políticos se han apresurado a instrumentalizar la cuestión. Es la tormenta perfecta.

Nadie debe extrañarse, desde luego, de que se desmadren este tipo de asuntos. La exigencia de censurar o regular contenidos culturales -por sexistas, homófobos, racistas, supremacistas, etc.- ha pasado rápidamente del ámbito de la cultura popular (campañas para prohibir canciones de reguetón, series de TV o canales de youtubers) al de la literatura juvenil (recuerden el linchamiento en redes de la escritora María Frisa) y el arte en general. Se ha querido (y logrado) retirar cuadros de los museos y libros de las librerías por no dar una imagen adecuada de la mujer, por promover la pederastia o por «incitar al odio» (algo que, además, ¡es delito!). Se ha imputado y juzgado a gente por contar chistes, cantar canciones o representar obras de ficción que no guardaban el debido respeto por determinadas minorías, banderas, símbolos o creencias religiosas. ¿Quién no tiene miedo, hoy, al exponer públicamente cualquier asunto -o al hacer una simple broma- de agraviar a algún «colectivo» y ser denunciado por ello? ¿Quién no va a temer, pues, que esta ola de moralismo militante -con su revisionismo cultural o sus imposiciones idiomáticas- acabe por invadir el mundo educativo?

Tampoco se trata de una «reacción cavernaria». ¿Por qué el resistirse a la purga y adelgazamiento (ideológico) de bibliotecas escolares (en lugar de a su crecimiento y diversidad) ha de ser «temor al progreso» o «idolatría de los clásicos», y no prevención ante la normalización de actitudes inquisitorias e intolerantes? ¿Qué hay de reaccionario en resistirse a la conversión de la literatura (por juvenil o infantil que sea) en un único género edificante de catecismo secular clasificado según la «conveniencia moral» de cada obra?

En cuanto a la censura educativa en sí, yo creo que siempre, o casi, hay alternativas. Los niños no son cretinos morales y -por incipiente que sea- tienen capacidad para decidir aquello que les resulta interesante de conocer por sí mismos, sin que tal cosa tenga que determinar necesariamente su sistema de valores (un niño que se divierta «jugando a los médicos» o leyendo historias de piratas no tiene más probabilidades de ser un acosador o un delincuente que otro al que solo permitan lecturas o «juegos educativos» -¡cómo si todos los juegos no lo fueran!-). Por lo mismo, los niños no son «monos de repetición». Usan el lenguaje, la lógica y una imaginación desbordante para interpretar, analizar y hacer preguntas en torno a todo lo que ven y oyen. El problema, aquí, no son los «contenidos», sino la ineptitud o falta de tiempo de los adultos para -en lugar de embutirles la moralina convenida- dialogar con los más pequeños con atención y respeto, fomentando en ellos el juego en torno a las cuestiones morales que suscita cualquier buena historia sabiamente interpretada (y los cuentos tradicionales suelen ser en esto mejores que los planos productos didácticos que se venden con la intención expresa de fomentar determinados valores).

De otro lado, y aunque es loable que los progenitores se ocupen de manera sistemática de la formación moral de sus hijos, no lo es menos que se proteja a los críos de esos «padres-helicóptero» que tienen «control parental» sobre todo -desde lo que se hace en la escuela, al expreso sentido educativo de cada juego y actividad de ocio de sus vástagos-, sin dejarles margen para catar otros valores distintos al de la ortodoxia familiar. Pues justo de esos márgenes fuera de control, y de las contradicciones que en ellos se experimentan, se nutren la autonomía y el pensamiento crítico y se evitan la anorexia y la idiotez moral. Vean ustedes qué cuento prefieren.