El castellano es una lengua maravillosa y divina (como ya decía Carlos V), capaz de poder llamar con nombres magníficos a definiciones que pueden dañar. Un caso actual y estupendo es el de esos que se autodenominan dentro de la UE «países frugales». ¡Qué palabra tan maravillosa! (Y qué significado tan horrible para momentos de crisis). La RAE la define como «templanza, parquedad en la comida y la bebida». Pues bien, en los Países Bajos han considerado que esta palabra les viene como anillo al dedo para diferenciarse de quienes vivimos en el sur, que parece ser que estamos todo el día de fiesta, endeudados hasta los ojos, comiendo y bebiendo como si no hubiera mañana. Y no deja de ser extraña esta concepción, toda vez que no hay más que acercarse a cualquier chiringuito de playa o discoteca isleña española para percatarse de que, quienes cometen esos excesos por los que somos condenados los españoles, presentan un pelo rubio, una piel blanca que luce más roja que la camiseta del Atleti en cuanto están cinco minutos al sol y una lengua ruda, que no les haría pasar desapercibidos en mitad de cualquiera de nuestros pueblos y ciudades. Y ahí están, ellos son los frugales, y nosotros, los que cometen gula a diario.

Y sí, los llamo frugales, porque en cierta manera lo son, especialmente en todo aquello referido a los impuestos a los más ricos, con tipos impositivos que ya le gustaría a cualquier autónomo de mi pueblo poder acogerse a ellos, funcionando como un paraíso fiscal en mitad de la propia UE. Y esa «frugalidad» permitida por la propia Unión, nos cuesta al resto más de 9.000 millones de euros al año, dándose circunstancias tan esperpénticas como que Netflix pague 3.146 euros anuales de impuestos. Un dumping fiscal de manual, de esos que estudiamos en la facultad como paradigmático.

Y estos mal llamados «frugales» se han creído con la autoridad moral suficiente como para darle lecciones y ponerle «tareas» a España. Que no digo yo que a España no le haga falta hacer muchos deberes, pero vamos mal en química y nos quieren poner tareas de historia de la filosofía. Porque, ¿acaso han pedido estos países que España invierta más en educación, en sanidad, en I+D+i o en cualquier otro aspecto que incremente la productividad? ¿Acaso han pedido recortar gastos políticos, ahora que está tan de moda en las redes sociales la demagogia de decir que todos los políticos de España cobran un sueldo? No. Solo han pedido recortar pensiones, recortar el sueldo de los funcionarios, despido libre, reducción de la deuda y, sobre todo, privatizar la sanidad española. Y no deja de ser curioso que un país con una deuda del 242% de su PIB (Países Bajos) le pida que reduzca su deuda a otro que tiene una del 131% (España).

Pero más curioso aún es la última reforma propuesta, privatizar la sanidad española. Uno que es un mal pensado por naturaleza y tiende a relacionar hechos aparentemente inconexos (ahora lo llaman geopolítica o teorías de la conspiración, según con quién lo hables), no puede menos que preguntarse si esta medida tiene algo que ver con que un fondo de inversión de ese mismo país haya comprado recientemente varios hospitales de la Comunidad de Madrid. Y solo así uno puede llegar a explicarse cómo es posible que el PP, tan patriotas ellos, se alinease con las tesis de Países Bajos, en contra de España. Esperpéntico espectáculo. Si en el año 2010 todos íbamos con España y vencimos a Países Bajos, diez años después, algunos de esos españoles han considerado que mejor que España pierda, porque en la alineación titular no hay ninguno de su club. Y ya sabemos lo que eso implica: que esta vez, nos vendremos sin estrella y sin mundial, porque cada vez que no estamos unidos, lo acaba pagando «la afición», y el acuerdo conseguido en la tanda de penaltis nos quita más de lo que nos da.

Cuidado con la frugalidad, no vaya a ser que, con tanta parquedad a la hora de alimentar a la UE, acabemos teniendo una UE famélica.

* Economista