Forma parte de la tradición que las organizaciones agrarias se quejen de las brutales diferencias de precios de los productos agrarios, particularmente de la fruta. Entre lo que se paga por ella al agricultor y a lo que la compra el consumidor puede haber una diferencia de 6 a 1. Que la queja de las OPAS constituya ya una tradición muestra que es un problema enquistado y que hasta ahora no se le ha puesto solución. Por muy injusto e incomprensible que sea, ninguna de las iniciativas que han propuesto los agricultores --entre las cuales parecía la de mayor impacto el doble etiquetado, que consistía en que el consumidor supiera el precio que se había pagado en origen por el kilo de fruta que había comprado-- ha prosperado.

Ahora se habla de la adopción de códigos de buenas prácticas comerciales que siguen sonando a música celestial, puesto que esas buenas prácticas van en dirección contraria a la ley del beneficio, que es la que impera en el comercio.

Lo cierto es que esas diferencias entre el precio de origen y el de destino, que son cada vez mayores, relegan también cada vez más a una posición de postración a los productores, crecientemente indefensos, y abocan, o deberían abocar por hacer de la necesidad virtud, a plantearse que es necesario crear una red de distribución e incluso de comercialización que les permita controlar todos los eslabones de la cadena. Solo así se revertiría en beneficio propio lo que ahora se ve como una práctica abusiva.