Todo es opinable. Todo es susceptible de matización. Todo tiene un cariz subjetivo. Esto mismo que leen es solamente una columna más de opinión. Por tanto, enteramente personal y, por ello, relativa. Vivimos en un estado permanente de argumento, discusión y tesis contraria. El imperio de lo subjetivo sobre lo objetivo. O eso puede parecer (subjetivamente dicho, claro).

Hace tan sólo unos pocos años existían algunas prestigiadas tertulias al calor de la radio que servían de altavoz a esa masa informe que es la --opinión pública--. Algunas, pocas, suficientes. Ahora, es difícil poner en marcha el mando del televisor y hacerlo bucear por las distintas cadenas sin encontrarte, al menos, una tertulia. De lo que sea, que aquí tampoco se estilan reparos. Desde el análisis político al económico, pasando por la ciencia y sus satélites. Incluso debates de ese insufrible eufemismo que se esconde, en ocasiones, tras la llamada 'crónica social'. Hasta existen seguidísimas tertulias sobre fútbol, e igualmente sobre otros deportes, que por supuesto no todo es fútbol. Todo el mundo tiene una opinión. Es más, todo el mundo parece tener una opinión sobre todo. Tener una opinión ahora mismo es como abrirse una cuenta en twitter o en facebook: hay que hacerlo aunque jamás lo uses ni entiendas para qué carajo sirve.

Que la opinión sea formada no parece contar demasiado, no cotiza tanto como en principio debiera. Y rara vez coincide que esa opinión formada es propiedad de alguien informado. Aquí es cuando cantamos eureka. Lástima que esa conjunción no se produzca tantas veces como fuera deseable.

XESTA RECIENTEx proliferación de tertulianos, contertulios, debatidores, opinadores profesionales y amateurs y demás vociferantes varios están provocando que la palabra, en sí misma, pierda valor. Es la famosa ley de la oferta y la demanda. Hay tanta opinión en el mercado, tanta explicación para elegir, que la palabra pierde valor. Ríos, cataratas, lluvias, de mensajes o de sentencias más o menos elaboradas, que le quitan valía a lo que se expresa. Toda la fuerza que pueden tener una palabra bien dicha o una frase soltada a tiempo se pierde en ese constante parloteo. El bla bla bla elimina el fuego de la palabra. Incendios de nieve, que dice uno de mis grupos favoritos.

Y es una pena. En la presentación del fabuloso libro 'El dardo en la palabra', más de una década atrás, Lázaro Carreter afirmaba que había un error de base de políticos, periodistas, juristas y demás expertos que, cuando tratan de acercar algo a la calle, usan el lenguaje de la ignorancia. O peor, añado yo, nos pertrechamos de jerga o tiramos de vagas generalidades. Y así se trata de no decir nada pero, eso sí, con el mayor número de palabras posibles. De nuevo, la palabra pierde valor, ya que abulta pero no transmite. Porque en tiempos tan complejos como los actuales no hay nada más reconfortante que el hablar claro y los hechos puros y duros.

Cuando nos lamentamos del desapego de los ciudadanos hacia la política, pocas veces nos preguntamos qué mensajes se están mandando. Y no me refiero sólo a la cloaca habitual de la corrupción, y de las mentiras o conjeturas más o menos al uso que se preparan desde los partidos. Con la idea de correr un tupido velo sobre cada (nueva) añagaza. Sinceramente, ¿podemos por ejemplo culpar --no sólo a los jóvenes-- sino a cualquiera de no seguir el último debate sobre el estado de la nación? No, de verdad. Pocos mensajes entendibles se han lanzado desde los asientos de Sus Señorías.

Se echa mucho de menos en España alguien que, desde un púlpito público, hable siendo directo y llano. Y que no mienta, que no le ponga innecesarios paños calientes a la verdad. Me parece casi temeraria la tendencia de los partidos a tratar a los votantes como niños maleducados que no entienden nada. Creo que se agradecería mucho que alguien fuera sincero para decir que no sabemos cuándo se saldrá de la crisis. O que se han incumplido promesas, pero porque no quedaba otra. Se les ocurrirán otros miles de ejemplos.

Yo no quiero echar a la hoguera la fuerza de la palabra. No del carisma de quién la dice, sino de la propia palabra. Saber la verdad ayuda más que la falsa esperanza oculta tras las medias verdades o las completas mentiras. Y así, Leoncia , desde su estratégico enclave cacereño y periódico en mano, podrá seguir vendiendo palabras al menos otros noventa años más. Con su sonrisa en ristre. Falta nos hace.