WEw l discurso del vicepresidente de Egipto, Omar Suleimán, los muertos por disparos registrados entre los manifestantes de la oposición y las agresiones a periodistas que están menudeando en Egipto hacen temer lo peor: un régimen autocrático, blindado por la policía y que no quiere testigos. La dramaturgia no es ni nueva ni original, pero ha sido tantas veces efectiva para entorpecer procesos de democratización, cuando no cercenarlos, que, en una semana se ha pasado de la esperanza en el cambio sin violencia al riesgo de una violencia en progresión que impida o aplace el cambio.

Las disculpas del primer ministro, Ahmed Shafiq, tienen escaso valor cuando, al mismo tiempo, Suleimán recurre a la teoría de la conspiración universal urdida desde el exterior para explicar el estallido social en las calles. Y aún son menos creíbles cuando coinciden en el tiempo y el espacio con las coacciones a los periodistas, a quienes el Ejército dice querer evacuar para garantizar su seguridad cuando todo indica que el fin perseguido es el apagón informativo; dejar que el gran garrote actúe sin luz ni taquígrafos. Si alguien creyó, llevado por un posibilismo ilimitado, que el presidente Hosni Mubarak podía facilitar una transición suave, al estilo de la revolución tunecina, la situación en la calle parece desmentirle. a pesar de masivas ´jornadas de despedida´, como la protagonizada ayer por miles y miles de egipcios, que tomaron pacíficamente la Plaza de la Liberación, pero la liberación --es decir, quedar libres de Mubarak-- no llegó.