Cuando un batallón de espermatozoides avista un óvulo, todos acuden a él ansiosamente, pero sólo uno de los coludos gametos masculinos consigue traspasar su membrana, llegar al núcleo y unírsele para comenzar a formar el embrión. Los científicos aún no han podido averiguar si el espermatozoide que penetra en el óvulo es el que estaba colocado en el sitio oportuno en el momento justo, el más fuerte, el más inteligente o el más astuto. Dependiendo del cromosoma que transporte el espermatozoide (X o Y), el embrión terminará convirtiéndose en un niño o una niña.

Un niño y una niña sólo se diferencian al nacer en los genitales, pero enseguida sus progenitores los embuten en ropitas que revelan su sexo a primera vista, azul si es niño y rosa si es niña. A partir de ahí, a la dualidad hombre-mujer siempre se añadirán rasgos diferenciadores, sobre todo tópicos, como ese que atribuye únicamente a las féminas una interminable y cacareadora charlatanería cuando se reúnen más de tres, o se les achaca una incontenible propensión a la práctica del chismorreo, o se las acusa de ser unas compradoras compulsivas; o de ser malas conductoras. Sin embargo, los hombres abusamos de la verborrea cuando nos reunimos en los bares, donde nos desahogamos despellejando a esos conocidos que se han comprado ese coche carísimo que nosotros anhelamos y que a veces conduciríamos con peligrosidad, pisándole, para amortizar su ilimitada potencia.

Cierto es que la mujer es más sensible que el hombre, y más pacífica. Pero por lo demás, afín es su coeficiente intelectual al del varón, y por lo tanto igual su resistencia ante las adversidades, su asunción de las dificultades y su capacidad para solucionar problemas.

En realidad entre el hombre y la mujer sólo existe una única e irremediable diferencia: la fuerza física. Cualidad de la que muchos hombres intrépidos se han servido para defenderse de sus agresores, y a la vez a muchas mujeres ha convertido en víctimas de sus cobardes maltratadores.