Mi amigo Miguel me lo decía el otro día con un cierto tono de amargura: «no hay deporte más antideportivo y maleducado que el fútbol». Cierto, sobre todo teniendo en cuenta lo que sucede en la grada. Como padre, he asistido durante los últimos años a muchos partidos de la base y, a veces, me he llevado las manos a la cabeza por el comportamiento del público. Pero también en la élite el modelo deja mucho que desear.

Sin aparente causa que lo provoque, constantemente se insulta a los árbitros y a los jugadores, una costumbre que será difícil de erradicar porque está en la propia cultura del fútbol. Eso, sin tener en cuenta todo lo que se deriva de los movimientos ultras. ¿Se insulta a los jugadores de rugby? ¿Se hace lo propio con los de balonmano? ¿Y los de baloncesto? En Cáceres, antes, durante y después de gozar de la ACB apenas ha habido incidentes, e incluso los improperios han llegado a tener un tono festivo. Pero en el fútbol no: hasta el racismo aparece. Menos mal que se están imponiendo duras sanciones ya. Pero el mal está instalado en este deporte en el que a veces la pasión se confunde con el vandalismo, donde a un gol puede seguirle un corte de mangas sin motivo alguno.

Por eso es bueno siempre poner como ejemplo el que para mí es, sin duda, el deporte más sano y alentador de valores positivos: el rugby. Pese a la aparente rudeza de los protagonistas, con golpes tremendos, nunca termina aquello en agresiones ni airadas protestas desde la grada. Y si, además, aquello acaba en el más que saludable y recomendable ‘tercer tiempo’, con los jugadores, técnicos, directivos, aficionados y árbitros departiendo en torno a una cerveza y unas viandas, miel sobre hojuelas. Eso sí que es deporte del bueno y no el de las voces, los exabruptos y salidas de tono de una tarde en un campo de fútbol cualquiera. Advierto para despistados: soy futbolero.