Dramaturgo

Uno ve la televisión y se le caen los palos del sombrajo. Ve a Julio Carmona con la selección nacional, a Bracamonte metiendo goles en el Boca Juniors, a Lotina triunfando y empieza a soñar pensando qué tipo de club sería el CD Badajoz si hubiera podido sujetar a deportistas de esa calidad y a otros muchos de mayor enjundia. Luego mira a las gradas repletas de campos como el del Murcia o el del Jerez y se acuerda de cuando el Albacete (el Alba al que acompañaba por España una afición de lujo hasta que lo subió a Primera) tenía un póster en cada bar de la ciudad y los hosteleros proporcionaban carnés de socios y llenaban botes de propina para financiar aquella aventura. O recuerda la euforia de la afición aquel día de mayo en San Juan, cuando la goleada al Cartagena y el ascenso a Segunda, y se le vuelven a caer los palos del sombrajo. Porque ahora, cuando tenemos un campo de primera y una ciudad que empieza a serlo, al Vivero sólo se acercan las parejas por la noche y los borrachitos botelloneros para sembrar sus aledaños con latas y condones usados. Porque ahora, cuando queremos sentirnos orgullosos y desfogarnos (lo más importante de todo) para evitar el maldito infarto y los subidones de adrenalina, corremos el peligro de morir de soledad en nuestro asiento de plástico, o que el árbitro nos conozca y nos tome el nombre.

Alguien podrá señalarme que se trata sólo de una afición más y que el fútbol no es exponente de nada. Y tendrá razón, pero si trasladamos el comentario a otras parcelas de la vida cotidiana, a otras ocasiones en las que sentirnos orgullosos de vivir en esta ciudad, verán cómo la cosa no es tan baladí.