El Gobierno está estudiando llevar a cabo una revisión a fondo del impuesto sobre el patrimonio, dentro del marco general de reforma fiscal prevista para los próximos ejercicios. Este objetivo será, de ello cabe poca duda, una tarea plagada de dificultades, pues la progresiva adopción de nuevas fórmulas de financiación de cada comunidad autónoma, según sus respectivos estatutos recién reformados o en trámite de hacerlo, hará difícil el papel de la administración tributaria central.

En el caso concreto del impuesto sobre patrimonio, el debate entre las diferentes fuerzas políticas no debería ser tan ideológico como el que ha provocado el impuesto sobre sucesiones y donaciones. Hay un interés encubierto de hacer aparecer a estas tres figuras impositivas como similares y, por tanto, suscitar entre ellas un efecto dominó. Pero el significado del impuesto sobre el patrimonio es distinto de los otros dos, aunque los tres comparten el denominador común de ser estatales y cedidos a las autonomías que tienen capacidad regulatoria.

El impuesto de patrimonio tiene mantiene su formulación y sus características desde el año 1991. Aunque pudiera parecer paradójico, su principal misión que le otorgó el legislador no era tanto la de recaudar sino la de facilitar una especie de registro de las fortunas de los españoles. Esta pretensión tiene su lógica tributaria: los ciudadanos pagan por lo que ingresan o por lo que gastan, pero si tienden a ocultar ingresos --y en España, como en todo el mundo, los contribuyentes tienden a hacerlo-- la mejor manera de detectarlo es conocer su patrimonio. Es decir, buscar la contradicción entre escasos recursos y buen nivel de vida.

Esa buena intención quedó sustituida, con el tiempo, por la siempre bienvenida, desde el punto de vista del recaudador, llegada de nuevos ingresos y de una desidia que no es extraña a la idiosincrasia de nuestro país: la falta de actualización del mínimo exento en función de la inflación. Si a ello se suma la revalorización, de la que han participado todos los españoles, de los bienes inmuebles, estamos ante una revisión del impuesto de patrimonio que la lógica pedía a gritos. No faltan otros motivos. De orden práctico, su escasa recaudación efectiva --1.200 millones en el 2006-- pone en evidencia que estamos ante un impuesto que se visualiza mal y no merece tanto esfuerzo inspector para lo poco que se obtiene. En el orden teórico, los expertos tributarios señalan como contraproducente del actual impuesto de patrimonio que desanima a emprendedores de éxito, que pierden incentivos al ahorro para hacer frente a incertidumbres futuras.

En el caso del impuesto de sucesiones y donaciones, que debería seguir aplicándose, ocurre justo lo contrario: alguien recibe gratis un patrimonio que no se ha ganado, lo que acentúa la diferencia social y disminuye la redistribución de la riqueza, que debe hacerse con criterios públicos.