WEw l hundimiento del régimen libio es el final de una dictadura próxima a cumplir 42 años y debe dar paso al ideario democrático de los insurgentes. Este dato es suficiente para alegrarse de la llegada de los rebeldes a Trípoli, pero sería ingenuo suponer que la democracia será el resultado lógico y sin oposición del desenlace de la guerra. Más bien hay que reconocer que se abren unas cuantas incógnitas, en especial aquellas relacionadas con la heterogeneidad del Comité Nacional de Transición, reconocido por EEUU y la UE como representante del pueblo libio. Porque es este comité, reflejo en parte de la tradición tribal del país, el que debe pilotar "una transición democrática e integradora", según desea Occidente, pero están del todo justificadas las reservas relativas a la capacidad operativa de la oposición al coronel Gadafi. Al mismo tiempo, es dudoso que exista unanimidad en la OTAN y aledaños sobre cuál ha de ser el rumbo concreto de la transición libia. Aunque el descenso del precio del petróleo y la coincidencia en las declaraciones públicas puedan inducir otras conclusiones, lo cierto es que Francia y el Reino Unido, que se han comprometido en grado máximo en la solución militar de la crisis; Italia, con la ENI pendiente de que acabe la guerra para volver a bombear petróleo; EEUU, que se inclina por la ley del mínimo esfuerzo, y Túnez y Egipto, vecinos de Libia, embarcados en complejos procesos de transición, esperan del futuro cosas diferentes.

De momento, sí parece que las lecciones aprendidas en Irak tendrán algún efecto en la posguerra inmediata. Tanto los rebeldes que han tomado Trípoli como el cuartel general de la OTAN coinciden en que es indispensable recuperar una parte de las fuerzas de seguridad libias para evitar un vacío de poder en la calle, como el que siguió al derrocamiento de Sadam Husein. Pero hacer realidad este propósito está lleno de dificultades porque la fractura en el seno del Ejército y de la policía es un hecho desde antes de que empezara la guerra. Gadafi construyó una estructura de poder cuya eficacia se basaba en instrumentalizar las divisiones tribales y repartir prebendas para cohesionar el régimen, en especial el Ejército. El espejismo de la unidad se rompió en cuanto empezaron las deserciones en el bando del coronel, pero también cuando surgieron las primeras diferencias en la insurgencia.

¿Es posible esterilizar la simiente de la división mediante la promesa de la democracia? Todo depende de los resultados que consiga el nuevo Gobierno en cuanto eche a andar y en cuál sea el tipo de tutela que ejerza Occidente sobre todo el proceso. Si la normalización política se alarga y los beneficios del petróleo no se dejan sentir muy pronto, asomará el fantasma de la iraquización de la posguerra. De la misma manera que una tutela occidental muy visible alimentará la propaganda islamista. El desenlace de la guerra civil libia contiene también algunas enseñanzas. Porque tan cierto es que sin el concurso de los bombardeos de la OTAN la suerte de Gadafi seguramente habría sido muy otra, como que la capacidad de resistencia de los insurgentes, incluso en los momentos más difíciles, es una referencia a tener en cuenta. De tal manera que, en aquellos lugares en los que el descontento popular ha llenado las calles de cadáveres, adquirirá un peso enorme la convicción de los libios de acabar con la dictadura. Y Occidente no podrá cerrar los ojos ante esta consecuencia inmediata de la caída de Gadafi.