Desde hace ya bastantes años, se viene augurando la desaparición de la prensa tradicional, y, con ella, de los crujientes periódicos, fabricados con tinta y papel, con los que generaciones y generaciones de seres humanos se han alimentado, informativamente, desde hace siglos.

Verdaderamente, es difícil predecir cuándo se producirá el deceso definitivo de los periódicos tal y como se entendían hasta la llegada de internet. Pero lo que sí se puede constatar es que la crisis se ha ido agravando paulatinamente, y que, probablemente, en los próximos tiempos el sector tendrá que reconfigurarse para que la subsistencia de unos medios sea posible, aun a costa de la desaparición de otros. Porque es evidente que no hay sitio para todos.

Sobre las razones de la crisis de las empresas periodísticas se ha escrito mucho. Y es un tema lo suficientemente complejo como para no poder desarrollarlo en las escasas líneas de las que dispone esta columna. Pero tengo para mí que el mayor enemigo al que se ha enfrentado el periodismo de calidad ha sido la gratuidad de los contenidos. Porque hay demasiada gente que no puede o no está dispuesta a gastarse dinero en algo que encuentra de modo gratuito en una plataforma digital regida por el mismo equipo de personas que produce las historias del papel. Y ahí, alrededor del becerro de oro de la gratuidad de los contenidos, es donde se ha ido tejiendo una soga que ha acabado por asfixiar a las empresas editoriales. Porque la imposibilidad de rentabilizar el número de visitas y clicks ha repercutido en las dimensiones de unas redacciones cada vez más raquíticas y, consecuentemente, en la calidad de los contenidos.

Por desgracia, esta dinámica perversa, que amenaza a la libertad de información, y, por ende, a la democracia, tiene difícil reversión. Y el problema no es que haya que leer los periódicos en una pantalla, porque el soporte es lo de menos, sino que ya está en cuestión hasta la viabilidad del producto digital, lo que nos avoca a un abismo de desinformación y manipulación donde solo podrán florecer nuevas formas de totalitarismo. Y eso ya son palabras mayores.