Pese a las controversias y los amagos de una ruptura espectacular del precario consenso, los líderes de los países más ricos del mundo, reunidos durante dos días en Londres, han logrado ponerse de acuerdo en varias cuestiones relevantes y han firmado un comunicado que es una obra de la diplomacia, puesto que encubre con cuidadosa retórica las divergencias notorias, permitiendo interpretaciones interesadas entre los portavoces de las variantes del capitalismo.

La cumbre del G-20 quedó lejos de la fundación de un nuevo orden global, como esperaban voluntaristamente muchos analistas, pero, a cambio, empezó a colocar sus cimientos, mientras Estados Unidos iniciaba su travesía del desierto hacia un mundo más complejo, multipolar y conflictivo, en el que sigue como la potencia indispensable, pero en el que no puede abordar ni resolver en solitario las crisis derivadas de la globalización, como reconoció con realismo el presidente Obama.

Incapaces de enterrar el sistema de Breton Woods (1944), socavado por Nixon en 1971, cuando el dólar dejó de ser convertible, los líderes del G-20 confían en el Fondo Monetario Internacional (FMI), cuyos recursos y competencias salen reforzados de esta cumbre puesto que se triplican sus fondos, y se comprometen a combatir y disciplinar tanto las tentaciones proteccionistas como los paraísos fiscales que lavan el dinero negro y los instrumentos de la ingeniería financiera. El desacuerdo persistió en dos temas capitales, que ya se habían desvelado antes de la reunión: los estímulos financieros (la inyección de dinero público), defendidos intensamente por Obama, y la supervisión global de los mercados, cuyos abogados más notorios son el presidente francés Sarkozy y la canciller alemana Merkel. Esta discrepancia refleja los recelos norteamericanos ante una supervisión exterior de Wall Street y la oposición de Francia y Alemania a consentir más gasto sin tener en cuenta los riesgos para el euro del desarme fiscal y el déficit.

Los resultados de la cumbre se verán a medio plazo, puesto que habrán de ser sometidos a la prueba de los hechos, que no es otra que la peor y más extensa recesión mundial. La novedad, en este nuevo orden económico que emerge entre las sacudidas de la crisis, radica en que Estados Unidos ya no puede ser la única locomotora de la recuperación, porque, en medio de los déficits galopantes, la voracidad consumista sin ahorro y la deuda estratosférica hacen inviable su actuación como milagrosa impulsora del crecimiento planetario. Y tampoco se sabe si el compromiso de Obama con los nuevos actores bastará para derrotar al fantasma del repliegue y reanimar una economía desfalleciente sin elaborar el marco legal que debe regir el nuevo orden.