Me contaron que se podían tener hasta 30 contradicciones entre la ideología de cada uno y su propia vida. Una de las que tengo es que me apasiona el juego del fútbol, a pesar de que no me guste su utilización como anestesiante de masas. Me aficioné un 19 de febrero de 1974, cuando un holandés hacía temblar los cimientos de la dictadura endosándole 5 goles al equipo que, quizá injustamente, se identificaba con el régimen. Durante años he sido un aficionado atípico y apátrida, que siempre he estado a favor de los equipos que jugaban con el patrón ideológico de Johan Cruyff . Me entristecí enormemente cuando los de naranja perdieron las finales del 74 y del 78. Me encantaba verlos pasarse la bola con rapidez y verticalidad. Luego desaparecieron por un tiempo y emergieron con Gullit y Van Basten en el año 88. En muchos campeonatos no tenían suerte y eran eliminados a pesar de conseguir obras de arte, como aquel gol de Bergkamp a Argentina en 1998. Nunca me gustó demasiado la forma de jugar de España y en más de una ocasión, lo confieso, me alegré de que vinieran pronto a casa. Hace un par de años vi la semifinal de la Eurocopa y los de rojo me recordaron la manera de entender el fútbol de aquellos holandeses. Anoche, antes de empezar el partido, pensé que Holanda merecía llevarse un mundial por lo mucho que ha aportado a la modernidad de este juego, pero también creía que los músicos que dirige Xavi , heredero de aquella ideología futbolísitica, debían llevarse un premio. Ayer Cruyff ganó por fin su mundial. Lo de menos era si lo ganaban sus compatriotas naranjas o los que practican su juego vestidos de rojo.