La decisión del Tribunal Supremo de citar a declarar como imputado al juez Baltasar Garzón por excederse presuntamente en la investigación de las desapariciones durante la guerra civil y el régimen de Franco no puede causar en la ciudadanía otra reacción que la perplejidad. El alto tribunal entiende que Garzón pudo prevaricar (es decir, actuar injustamente a sabiendas) al abrir el proceso al franquismo sin tener potestad para ello.

La polémica sobre si Garzón era competente o no para afrontar este asunto ya quedó sustanciada en noviembre, cuando el Supremo decidió que no. El caso, sin embargo, ha sido mantenido vivo por Manos Limpias --un sindicato ultraderechista sin apenas afiliación y que comanda un exdirigente del grupo fascista Fuerza Nueva--, que se querelló contra el juez de la Audiencia Nacional. Esa iniciativa particular ha sido la palanca de la decisión de ayer del Supremo, que, aun no siendo firme a la espera de los posibles recursos, ya significa un aldabonazo por su gran carga política de castigo de todo lo que suponga un juicio del franquismo. De hecho, en el plano político, el PP se alegró de que el juez haya "probado su propia medicina".

La mayor parte de las asociaciones de jueces creen que la querella acabará archivada y que no se dará a los detractores de Garzón el trofeo de sentar al juez en el banquillo. Es deseable que ese sea el desenlace de este despropósito.