Dicen que los amigos son como los dientes porque se van perdiendo poco a poco, algunos no con poco dolor. Y es absolutamente cierto. Si hablamos de los amigos y recordamos los que hemos tenido a lo largo de nuestra vida, vemos que, por unas u otras razones, hemos ido perdiendo a muchos que, en su día, fueron buenos amigos o por lo menos así nos lo parecieron. Es cierto que hay muchos amigos que pasan por la vida de cada uno y parece que son amigos sinceros porque nunca se han presentado situaciones en las que hubiera que demostrar la verdadera amistad. Alguien decía que le dieran amigos para las situaciones adversas y difíciles, porque para las favorables y fáciles tenía muchísimos. No obstante, aunque muchas veces tenemos verdaderas razones para perder amigos, hay otras que quizá no lo sean tanto, o no debieran serlo, al menos.

Me contaba el otro día una pareja de jóvenes, con un hijo de dos años y medio, que se encontraban en casa de unos amigos, también jóvenes, que tenían una niña de seis, y dos mellizos, niño y niña, de un año. Parejas jóvenes que comenzaban a vivir y formar familias con una perspectiva de amistad duradera. La amistad la habían forjado las jóvenes madres antes de casarse con sus respectivos maridos. Habían viajado por toda Europa y habían sido cómplices de muchos momentos vividos juntas. Se habían ayudado mutuamente cuando ambas habían necesitado la ayuda de la otra.

Nunca se habían reprochado nada y habían compartido secretos de juventud que sólo ellas celosamente guardaban. Al casarse seguían con su amistad, vivida ahora de manera diferente, pero igual de sincera. La manera de vivir su amistad había variado porque sus respectivas situaciones familiares habían cambiado también. Ahora no se veían solas, pero seguían saliendo juntas con sus familias. La amistad se hacía más grande aún porque se extendía y se compartía con los demás miembros de sus familias. Compartían mesa, comida y regalos cada vez que se reunían en una casa u otra.

Un día se encontraban en casa de la amiga de los tres hijos, las dos parejas, para celebrar el cumpleaños de la niña mayor. En una mesa baja que se encontraba arrimada a una de las paredes del salón se encontraba una estatua fabricada en porcelana fina de un Maneki-neko, de unos noventa centímetros, también conocido como el Gato de la Fortuna o el Gato de la Suerte, regalo que la abuela de la joven le había traído de Japón. Se llama así porque en japonés «neko» significa gato y «maneki» procede del verbo japonés «maneku», que significa «invitar a pasar» o «saludar». Así que, según la tradición japonesa, el mensaje que transmite el gato es «bienvenido a mi casa».

El brillo de la porcelana, sus mágicos colores y, sobre todo, el atractivo meneo de la pata del Maneki-neko llamó poderosamente la atención del único hijo de la amiga que se habían acercado a la casa, a la celebración. El niño, curioso, saltó como un cohete, ingenuamente, para chocar la mano al gato japonés y, en ese momento, el elegantísimo gato de porcelana dio con la nariz en el suelo de una manera precipitada, dejando sus hermosos bigotes, orejas y cabeza entera estrellados y repartidos por todo el salón.

Los restos porcelánicos del pobre felino se cruzaron con la mirada, también felina, de la amiga anfitriona que, inmediatamente, acusó a sus amigos y les culpó directamente del inocente accidente que la curiosidad de un niño había provocado. Sus acostumbrados términos cariñosos de su conversación se tornaron agrios, exigiendo a sus amigos la obligación que tenían de reponer a su querido y valiosísimo Maneki-neko, y a costa de lo que fuera.

A partir de aquella tarde, nunca volvió a ser igual en la relación de las dos amigas. Posiblemente porque lo que parecía una fuerte y sincera amistad era pura fachada basada en unos pilares poco sólidos, tan frágiles como la misma porcelana con la que estaba hecho aquel enorme gato de Japón.

*Exdirector del IES Ágora de Cáceres.