TLta verdad: no se entiende. Y no sólo no se entiende sino que para los que, como quien esto escribe, tuvimos siempre a Barcelona como una referencia de modernidad, libertad, buen sentido y belleza, amenazan tiempos oscuros y empiezan a desdoblarse los envoltorios sepia de la nostalgia. Ningún tiempo pasado fue mejor, y menos que ninguno, aquellos en los que pensar y expresarse podía convertirse en un delito de orden público. Barcelona entonces era una isla de convivencia con personajes dispares y dispersos, aquella izquierda divina , la vieja burguesía nacionalista y liberal, Francia siempre tan cerca, los teatros, las editoriales, aquellos jóvenes escritores hoy académicos o flotando en el recuerdo y el respeto. Ahora nos dicen que la pasarela Gaudí puede desaparecer, o cambiar, o perderse, o exportarse, o lo que sea para dar mayor cobijo al joven diseño catalán. Pues vale. Pero que no pretendan que nos alegremos ni que lo entendamos. Me alegro por Cibeles, pero lo siento por todos.

Ya sé que lo de la Gaudí, con lo que está cayendo, no es precisamente trascendente; cierto, pero me sirve como metáfora, como tristeza, como regreso a un pasado que yo no conocí en Barcelona y que no me gusta para nadie: el papanatismo de lo nuestro, de lo propio, de lo mío. A mí lo que más miedo me da de los nacionalismos es que se apaletan (en el peor sentido) sin darse apenas cuenta. Que Boadella , por ejemplo, sea ahora sospechoso, me hace sospechar de que algo no funciona en Cataluña, en Barcelona, en el Gobierno que la gobierna.

Yo no sé qué opinan los catalanes de todo esto. La democracia firma un cheque cada cuatro años, y son nada menos que cuatro años en los que alguien habla y toma decisiones en nombre de todos, cuatro largos años siempre escasos para hacerlo bien, pero demasiado largos cuando se empieza a disparatar. Algunos disparates tienen arreglo; otros, por desgracia, sólo se hacen visibles cuando ya no hay tiempo para enmendarlos.

*Periodista