Escritor

Ni siquiera soy el hermano mayor. Soy el segundón que llegó al mundo cuando ya todas las revoluciones estaban empezadas y todas las guerras perdidas. Pertenezco a esa generación del desencanto a la que tocó en suerte coger entre sus brazos el cadáver de la última utopía y verla exhalar los últimos alientos. No pudimos sumarnos a la algarabía de aquellos muchachos que lanzaban flores a los soldados y a los tanques. Cuando a nosotros nos soltó la adolescencia de sus garras, ya se habían marchitado las flores en las greñas de John Lennon y la libertad se vendía a cómodos plazos en la planta de moda joven de El Corte Inglés. Pero nosotros éramos tan jóvenes, tan ingenuos que casi da vergüenza hacer memoria. Sentíamos algo parecido a lo que debieron sentir los primeros cachorros que soltó Noé después del diluvio. Porque eso éramos nosotros, cachorros, y como cachorros brincábamos por aquel paraíso recién estrenado de la democracia. Sólo que nuestra desdicha no había sido un diluvio precisamente, sino una larguísima sequía. Y ahora, por fin, llovían esperanzas. Tanto y tan largo llovió que surgieron de la nada decenas de partidos políticos, partidos como hongos, como setas gigantescas a las que corrió mi generación a refugiarse. Parece que todavía estoy oyéndoles hablar de derechos y de igualdades y de oportunidades que iban a pasar a miles por delante de nuestros ojos. Pero yo alzaba los ojos y sólo veía a Alfonso Guerra en su avión de no hacer colas. Iba a la facultad a empaparme en las charlas de Boyer sobre política económica y me quedaba sin oír palabra porque yo estaba de camarero en la cafetería de la universidad o sirviendo libretas de ahorro en el mostrador de un banco, mientras que los Botines y los Aznares y los Roldanes y los Boyeres y los González y la madre que los parió a todos ellos se iban haciendo cada vez más poderosos y sus caras salían con más frecuencia en los telediarios y por motivos a cada cual menos honroso, y sus bodas se hacían extremadas en la pompa y el boato y les germinaban guardaespaldas a cada paso. Mientras tanto, mi generación, a la que le habían salido llagas en la lengua del mucho despotricar contra la vieja consigna de pan y fútbol, se fue desencantando de todo lo desencantable, hasta convertirnos, casi sin darnos cuenta, en señores torvos que conocen al dedillo todas las alineaciones, las sagas de las operaciones triunfo, nos han hecho padres desnortados, sin otra ligadura con nuestros hijos que el hilo lírico e invisible de un móvil, gente a la que se le ha escapado el tiempo en un suspiro y que llora con disimulo en cada capítulo de Cuéntame.