El Gobierno turco afronta en condiciones extremadamente delicadas la gravísima crisis de convivencia abierta por el doble atentado del pasado domingo en Estambul. Y es que mientras por un lado debe hacer frente al acoso al que le está sometiendo el Tribunal Constitucional, que tiene que dictaminar si el Partido de la Justicia y el Desarrollo (PJD), ganador de las últimas elecciones y al que pertenece el primer ministro Recep Tayyip Erdogán se atiene al legado laico de la república fundada por Mustafá Kemal --lo cual le obliga a concentrar todas sus fuerzas en convencer a los jueces y al Ejército de que es una formación moderada que no aspira a la islamización de la sociedad y a generalizar la cultura del velo--, por otro lado se le apremia a despejar cualquier sospecha de que está dispuesto a suavizar los métodos más duros de represión contra la guerrilla del Partido de los Trabajadores Kurdos (PKK) para cumplir las exigencias de la Unión Europea en materia de derechos humanos.

El enquistamiento del problema kurdo, con su corolario terrorista, se complica además con la división en el seno del PKK entre los posibilistas, que estiman que es hora de poner punto final a la resistencia sin esperanza, y los extremistas, opuestos a todo pacto. La tendencia de los generales a la mano dura parece haber engordado las filas de los segundos, aunque para los 15 millones de kurdos que soportan la peor parte de una guerra no declarada, quizá los primeros sean los más apreciados. Incluso es posible que los depositarios de la herencia de Abdalá Ocalan, líder histórico del PKK que pena en la cárcel sus crímenes, se hallen divididos acerca de cuál es el mejor camino a seguir.

En condiciones normales, el Gobierno de Erdogán debiera poder moderar el ardor de los militares y buscar un atajo para lograr algún compromiso con los kurdos moderados y, de paso, aislar a los radicales. En la situación presente, esto es poco menos que imposible porque la institución que en primera instancia escruta permanentemente la conducta del Gobierno es el Ejército, que es el garante de la laicidad del país por mandato expreso de la Constitución, que no cede en su empresa de llevar la iniciativa en la defensa de la unidad nacional ante un Ejecutivo que le disgusta. Añádese a esta difícil coyuntura el hecho de que las tramas golpistas desveladas por algunos medios y la detención de varios uniformados están resultado ser algo más que una serpiente de verano. Parecen más bien el indicio de que, como en varias ocasiones ha sucedido, la amenaza de un golpe más o menos blando es un riesgo cierto y, al tiempo, un mal menor aceptado por una parte no pequeña del establishment laico.