Time’s Up» (se acabó el tiempo), reza una de las últimas campañas contra el abuso a las mujeres. Causa escalofríos pensar en la cantidad de tiempo que hemos tardado en tomar en serio esto. La del varón sobre la mujer es, seguramente, la estructura de dominación más vieja y consustancial a la civilización humana. Tal vez por eso haya tardado tanto en mostrarse. Impregna de tal modo todos y cada uno de los estratos culturales (la organización productiva y reproductiva, la política, la ideología, el lenguaje...) que es casi imposible distinguirla del «estado natural» de las cosas.

Dado el grado de «normalización» que llega a tener el dominio sobre la mujer en nuestra cultura (y en muchas otras), parecería que hay solo dos opciones: o destruirla por completo -y empezar de nuevo-, o emprender una «intervención quirúrgica» masiva para salvarla. Los ingenuos mitos sobre un edénico matriarcado feliz no bastan para hacer creíble la primera opción. Ni siquiera vinculado a otras luchas -como el socialismo o la ecología- el feminismo debe descabalgarse del marco civilizador que -como al socialismo o la ecología- ha dado a luz al propio feminismo.

Tenemos, pues, como más sensata la acción quirúrgica de identificar los innumerables elementos, conductas, creencias e instituciones culturales que perpetúan la situación de dominio sobre las mujeres, y extirparlos a través de medidas legales y educativas. Es una tarea compleja y lenta, en la que andan ocupados desde hace años los estudios de género y el activismo feminista, y que merece ser respaldada por mil huelgas como las del ocho de marzo.

Hay, pese a todo, cosas que podrían retrasar este proceso. Uno de los aspectos más discutibles de ciertas expresiones del feminismo es su deriva identitaria y, como consecuencia de ella, las limitaciones para articularse con los objetivos políticos de carácter más universal que caracterizan a la izquierda.

La perspectiva de género es necesaria, pero no es un fin en sí misma -el fin es acabar con una situación de dominio- , ni una «genero-logía» de los valores (diabólicos los de los varones, salvíficos los de las mujeres). El asunto de la identidad personal ligada al género es, por supuesto, relevante (y muy complejo: incorpora constantes biológicas y variables culturales muy diversas), pero no es el único elemento a tratar, ni su tratamiento debe reducirse a una dialéctica estéril entre burdos estereotipos (ya saben la fábula: las mujeres son empáticas, dadas al consenso y al cuidado, al pensamiento y la perspectiva relacional, etc., por lo que no solo acabarán con el dominio del varón, sino que traerán por sí mismas una arcadia democrática y ecológica imposible de lograr por los varones -competitivos, individualistas, de pensamiento unilateral, etc.-).

Esta fijación identitaria (incluso en su versión posmoderna y Queer) debilita al feminismo, arrebatándole su fuerza moral y racional. Pues los valores (empezando por los que justifican al propio feminismo) no tienen género alguno (ni raza, ni clase, ni nación). No son ni naturales ni culturales. Si lo moral o políticamente valioso se pudiera vincular sustancialmente al género -a la dote genética, a la experiencia histórica de las mujeres, a los discursos culturales-, no habría ahí más que un instinto o un hecho, no estrictamente un valor.

Se trata, en suma, de «librarse» de (o, al menos, relativizar) el género, de acabar con su hegemonía tanto «interna» (la tiranía de tener que ser una mujer o un varón -o todo lo contrario-) como «externa» (el dominio de unos géneros sobre otros), no de afirmarse en él o confundirlo con nada moral o políticamente esencial. Si es este feminismo no identitario el que va a protagonizar la compleja operación quirúrgica de librarnos de siglos de patriarcado, apuesto por su éxito. Si es un feminismo en deriva identitaria el que promete librarnos de la confusión entre valor y género (impuesta por el patriarcado) desde la confusión entre valor y género (supuesta al matriarcado -o a cualquier otra identidad de género por polimórfica que sea-) me temo que gran parte de su esfuerzo va a ser -justamente- en vano.