La escasa inteligencia que nos queda, después de procesar el clenbuterol de las carnes y el mercurio de los pescados, se queda alarmada ante la enorme generosidad del candidato a presidente del Gobierno y del candidato a seguir siéndolo. Como sucede cuando compras un abrigo de rebajas, que tienes la impresión de que, si lo hubieras comprado antes, te habrían cobrado de más, aquí lo que te preguntas es por qué tantas dádivas prometidas no se hicieron antes, mientras crece la sospecha de que, durante todo el tiempo pasado, te han estado engañando. Sin embargo, lo más lacerante es que tales ataques de generosidad, que pueden acercarse al derroche, se llevan a cabo con nuestro dinero. Es algo así como si un amigo nos pidiera un préstamo y, después, nos invitara a comer a un restaurante carísimo. Por cierto, que es algo que me sucedió en una ocasión.

Lo que pasa es que a un amigo se le perdonan estas debilidades, entre otras cosas, porque las conoces, pero quienes ocupan la Presidencia del Gobierno no son amigos, ni tienen por qué serlo, y a lo que aspiramos es a que sean unos buenos administradores de las enormes cantidades que se recaudan, y que no se lo gasten en poner cuartos de baño en los despachos de los directores generales.

Por cierto, acabo de recibir el impuesto de bienes inmuebles, lo que tengo que pagar por vivir en una casa que he pagado con mucho esfuerzo. Los generosos administradores permiten que siga viviendo en mi casa, pero a cambio de pagarles bastante más de mil euros al año, un 50% más de lo que pagaba hasta ahora. Aunque me rebaje los impuestos Rajoy o me ayude con 400 euros Zapatero , sospecho que me subirán la gasolina para compensar. El dinero es como la materia, ni se destruye, ni se crea, simplemente se transforma. Y ese temblor que sientes en la cartera no es un misterio: es la mano de los transformadores generosos.