Nunca me han gustado los obituarios de escritores, género al que se apunta todo género de oportunistas, pero la muerte, que siempre viene demasiado pronto, a veces emplea su guadaña antes de que nos dé tiempo a homenajear vivos a quienes lo merecen.

La semana pasada murió, a los cincuenta años y a causa de un infarto, el escritor y editor extremeño Julián Rodríguez, un nombre ineludible en la literatura y la edición de nuestro país. Nacido en Ceclavín, su región, en especial la provincia de Cáceres, estaba muy presente en su obra. Frente a tanto tonto que, emigrado a Madrid, pretende pasar por más urbanita que nadie y reniega del «pelo de la dehesa», para Julián Rodríguez era fundamental la religación a sus orígenes, y su literatura surge en ese vaivén entre el pueblo y la ciudad, que contaría de manera magistral en libros como Cultivos (2008). El cultivo y la cultura, claro, tienen la misma raíz etimológica. En Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás (2004), libro que leí por consejo de José Antonio Llera, que conoció bien a Julián, hablaba este de su padre, que de joven cuidaba de una piara de cerdos, como había hecho antes su abuelo, y afirma que «mi padre dejó la piara hace siglos» pero «todavía reconoce los nombres de las plantas, dónde abrevar mejor el ganado. Sabe el nombre de las cosas que importan y que, al mismo tiempo, han perdido su importancia». En esa frase se resumen, quizás, la ética y poética de Julián Rodríguez, su mirada atenta a los detalles en apariencia insignificantes y que iluminan de repente nuestra perspectiva. También, su modestia y discreción, que hacían que, siendo dueño de un genio narrativo evidente, dedicara mucho más tiempo a la obra de los demás. En 2006, poco después de obtener el Premio Nuevo Talento FNAC, cuando la mayoría de escritores se dedicaría a afianzar su fama y buscar contactos, Julián Rodríguez fundaba Periférica, con sede en Cáceres y que en pocos años se convirtió en la más prestigiosa editorial independiente de España, en un panorama donde los grandes grupos editoriales casi copan el mercado.

Periférica publicó a autores de todo el mundo, dando a conocer al público español a escritores tan valiosos como el mexicano Yuri Herrera, el austriaco Wolfgang Hermann, el argentino Fogwill o a la francesa Catherine Pozzi, entre muchos más. Desde su casa en Segovia, o desde Cáceres, donde pasaba temporadas con sus padres, parecía tener un radar para saber qué autores actuales valía la pena traducir al castellano o qué joya del siglo XIX o XX estaba aún sin publicar. Demostraba que lo importante no es dónde, sino cómo se está, y que lo periférico, lo que pasó desapercibido a los que creen saberlo todo, a veces es lo más valioso. Su buen gusto, tanto en la selección como en la forma, era suficiente garantía, y los libros de Periférica siempre figuraban en los lugares más visibles, por ejemplo, de La Central de Callao.

Apenas vi una vez a Julián Rodríguez, hace mucho tiempo, en una presentación en la Biblioteca, y nunca llegué a hablar con él. Cuando venía por Cáceres, era para estar con la familia, como es normal. Pero, aparte de sus libros, muchos me hablaban de él. Como Juan Luis López Espada, alumno mío, y que codirigió con Julián la galería de arte Casa sin Fin. O como Antonio, de la Librería El Buscón, gran amigo suyo, y que muchas veces me decía que «el otro día estuvo por aquí Julián». Tenía la esperanza de que alguna vez coincidiéramos allí, y así conocerlo en persona, además de darle las gracias, ya que tuve el honor de que los dos libros que publiqué en la Editora Regional salieran en la colección ‘La Gaveta’, que él fundó, dirigía y diseñaba. Las gracias, en realidad, se las tendríamos que dar todos los amantes de la literatura.