No quisiera ponerme en plan taza con mensaje motivador ni convertirme en frase de agenda adolescente, pero aun a riesgo de aparecer entre unicornios y nubes de autoayuda, hoy querría recordar que mucha gente pequeña en lugares pequeños haciendo cosas pequeñas puede cambiar el mundo. La frase no es mía, claro. Algunos la atribuyen a Eduardo Galeano; otros, la convierten en proverbio africano, e incluso hay quien la hace retroceder al siglo XVIII. Sea de quien sea, estoy de acuerdo. Pienso, por ejemplo, en los voluntarios, que ofrecen parte de su tiempo para ayudar a los demás, ya al otro lado del teléfono de la esperanza, atendiendo a los que no tienen un hogar, o llevando y trayendo libros para las personas que no pueden salir, como Eladia, la bibliotecaria de Tejeda, y otras muchas que no conozco; o incluso leyéndoles en voz alta para que al menos reciban una pequeña parcela de felicidad a la semana. Gente pequeña, gotas en medio del diluvio universal de egoísmo y falta de empatía. Gente que ya ni se acuerda de cómo era su propio ombligo acostumbrada a cuidar del ombligo de los demás. Como las familias de acogida, que miman y educan a niños que van a acabar yéndose, cuando les encuentren unos padres de adopción o se resuelvan los problemas que impedían que estuvieran con su propia familia. Es una medida de protección para el menor, para que se eduque en un entorno familiar lo más normalizado posible, y no en una institución.

Acoger lleva implícita la caducidad de la estancia. Hay que estar hecho de una piel especial, de un tejido distinto, para implicarse en la educación de un niño, en su cuidado, en su responsabilidad a sabiendas de que no vas a verle crecer, al menos, no a tu lado. Gente pequeña, ya digo. Gente que recibe niños con ojos muy tristes y los devuelve cargados de risas a pesar de que los suyos propios se llenen de lágrimas. No son héroes ni heroínas, y eligen ser anónimos. Pueden vivir en tu propio bloque, en el piso de enfrente, y un día te enteras de que han decidido dedicar su tiempo a hacer felices a niños a los que hay que proporcionar una familia, por el simple hecho de que la necesitan. Ni más ni menos. Por un tiempo que no será largo. Por unos meses, quizá. Y allí están, la gente pequeña haciendo cosas pequeñas como cambiar un pañal, jugar, preparar purés o comprar un sonajero. Y cuando conoces a una de ellas, la que vive enfrente de ti, que de pronto aparece ilusionada y dispuesta, piensas que el mundo puede ser diferente. Ella, por cierto, se llama Asun. Trabaja y tiene su propia familia, y de todas las formas de cambiar la sociedad ha elegido la más pequeña, cuidar un niño, que es al mismo tiempo la más grande. Porque como dice, se van, pero siempre se quedan en tu corazón. Suena a taza motivadora y a agenda de unicornios, sí, pero qué verdad más grande para una columna tan pequeña, tan pequeña, que no puede hacer justicia a la enorme tarea que hace la gente como ella.

*Profesora y escritora.