TPtor supuesto, me he acreditado, como periodista --no como esa falsa sociedad civil que dice que acudirá en plan fervoroso a decir un entusiasta sí a lo que decida la militancia allí presente--, para asistir a la Conferencia Política del PSOE, el próximo fin de semana. Cuando el partido medita sobre los retos de la actualidad, o hay que felicitarse o hay que ponerse a temblar. Porque de esas meditaciones pueden salir auténticas tonterías --menos mal, por ejemplo, que parece haberse abortado cualquier plan para imponer tasas a los automovilistas en el centro de las ciudades-- o puede surgir una reflexión profunda y seria acerca de lo que se está haciendo mal o se podría hacer mejor.

Digo, de entrada, que la lectura de los más de setenta folios del llamado documento-marco que se propone como núcleo central de esta Conferencia --usted lo puede encontrar en la página web del PSOE-- me ha llenado más bien de angustia que de felicidad. Setenta folios de autosatisfacción por lo bien hecho y cero folios de autocrítica parece un reto intelectual demasiado fuerte como para no asustarse. Nuestros gobernantes, el partido que gobierna a los españoles, nada tiene que reprocharse sobre lo actuado en estos casi dos años y medio de mandato, en los que, de acuerdo, puede que haya más luces que sombras, pero alguna sombra habrá, digo yo.

Estamos ante una oportunidad. Una de esas raras ocasiones en las que todo el estamento de poder central, autonómico y local se congrega para, dicen, tratar de desentrañar el futuro y hacerlo un poco mejor. Para mí que ese futuro mejor consiste, para los convocantes de esta Conferencia, en ganar con la mayor amplitud posible en las próximas elecciones municipales y autonómicas -ahí, por lo menos, le han sacado ventaja al PP, que da la impresión de haber regresado de las vacaciones sin haberse marcado deberes para este curso político, tan importante-. Y nada más, o poco más. Porque ya se ve en el documento-marco, lleno de generalizaciones, que hay mucho sobre la ciudad y menos sobre los ciudadanos, algo sobre la marcha del planeta y de las estrellas y casi nada sobre cómo contribuir a la felicidad de los habitantes del mundo.

Hemos renunciado, en fin, a la utopía en favor de la insoportable levedad del discurso político al uso. Es el signo de los tiempos, capitaneados por una clase política que va bastante por detrás de los sectores más dinámicos de las sociedades. Y, sin embargo, a poco que se bucee en el análisis, las fallas y desequilibrios estructurales de una sociedad en rapidísimo cambio, como la española o la europea, haría fuertemente aconsejable que los gobernantes fuesen más lejos, mucho más lejos, en sus propuestas que hablan de cayucos y de globalización, de inmigración y de la lenta, inevitable, caída del imperio romano. Ahí tenemos, sin ir más allá, a los líderes de la vieja Europa, la heredera de ese imperio romano que se fue degradando por sus corrupciones y su miopía, reunidos en Helsinki sin tener, en el fondo, nada que decirnos un lustro después de que, con el 11-s, cambiase el mundo. El mundo cambió, sí, pero para retroceder en la defensa de las libertades y del estado de derecho. Y eso apenas se denuncia con sordina por los teóricos representantes de las democracias más completas y avanzadas.

Bueno, pues aquí estamos, en vísperas de esas jornadas de reflexión preparadas sin duda con buena voluntad y con la legítima, obligada, pretensión de que cooperen con los fines electorales del partido. Ojalá me equivoque, pero no estoy seguro de que de ahí surjan propuestas capaces de entusiasmar a un electorado que da muestras de cansancio activo, harto de tener que elegir entre la nada y el abismo. ¿Estamos, pues, de antemano, ante una oportunidad perdida? Aún cabe una cierta confianza en que todo este tinglado sirva para algo más que el autobombo del jefe, la persona más satisfecha consigo misma que he visto en mi vida.

* Periodista